El color de la desesperanza

M. Cheda AS SOMOZAS

FERROL

REPORTAJE GRÁFICO: JOSÉ PARDO

Crónica | Los conciertos estrella de As Somozas Diego Torres logró reunir a unas 11.000 personas en la praza da Igrexa, aunque muchas de ellas abandonaron aburridas el recinto antes de que acabase el recital

25 jul 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

?n tris y dan la una en As Somozas, el pueblo con fiestas de ciudad. Madrugada del jueves al viernes. Hace tiempo que ha refrescado. Viste el cielo sayo gris, pero no llueve. Acumula media hora de retraso Diego Torres en su salida a escena. Pitos, pitos al cuadrado, estridentes pitos y finalmente aparece. Pantalón a rayas multicolor, camisilla propia de Ricky Martin y chupa de cuero. La tez lisa, el pelo atusado, la perilla impecable. Con dejes de divo, los brazos en aspa, dibujando leves sonrisas de triunfador, como regalándolas. No le corresponde el auditorio con chillidos de histeria, ni siquiera con palmas en ovación o un simple olé. Sí se escucha, aunque tímido y hacia el fondo, a un coro de quinceañeras pasadas de cerveza: «¡Mucho Diego, mucho Diego, eh!», consigna impronta del fenómeno Pocholo. Todo un presagio. Falta comunión y sobra guasa. Borda el Por ti yo iré y lo brinda con montera imaginaria, gustándose, crecido. Adorna con empeño afable su faena: «Buenas noches. ¡Pero cuánta gente! Muchas gracias por habernos invitado a esta celebración tan linda». Para entonces, aproximadamente 11.000 personas ya lo escudriñaban de arriba hacia abajo, en aparente indagación para conocer cuándo demonios iba a interpretar Color esperanza . Entre el público, mucha familia prototípica al completo (papá, mamá, los críos, la abuela...), también alguna pandilla de jóvenes. Por lo visto, aquí se sigue estilando aquello de dejar caer el jersey sobre los hombros para luego anudar sus mangas a la altura de la corbata. Huele a porro, luego alguien los fuma; ya no hay recital sin ellos. Entretanto, el artista argentino encadena temas de composición propia con guiños al pop español: versiones de Antonio Flores, Ketama, Serrat... Cuánta y cuán buena voz para tan pobre interpretación. Se mueve como una lombriz impedida. Al lado de las del saxofonista, un cubano cachondo, sus caderas chirrían pidiendo aceite caribeño. ¿Lleva corsé este hombre? A ratos semeja que no canta, sino que más bien reza las letras, una plegaria. La comunión estrella-auditorio continúa missing y la guasa ahora ha tornado en indiferencia. Peligro. Bosteza un paisano en filas intermedias. Segundos de gloria para el coro, dos chicas majas que logran sostener un alarido en re menor, o algo parecido a eso, durante segundos que parecieron eternos. Con un cañón luminoso, el realizador proyecta mientras, sobre el fondo del escenario, figuras con tintes sicodélicos. Que ni al pelo. Como el «Club de la comedia» En un frustrado intento por rescatar al personal de la apatía, Torres improvisa un monólogo. Minutos después de haber pasado por el camerino, emprende un discurso con pretensiones de hilarante pero ciertamente surrealista y carente de chispa. Sin transiciones ni nexos, en el centrifugado de su oratoria combina la tragedia del Prestige , una alusión al feminismo y un grito un tanto trasnochado: «¡Viva México, cabrones!». De allí a las casi tres de la madrugada, ídem, el mismo formato. Terminó de perpetrar la función el bonaerense con Color esperanza . Entonces sí vibró el público, la parte de él que aún no había abandonado la moderna e inmensa praza da Igrexa. Se enfundó en plena apoteosis una camiseta de la selección de fútbol argentina, con el 10 al dorso. Y así Diego se disfrazó de Diego (Armando Maradona), un crack que fue y hoy languidece.