Escritores y espías, ladrones sin escrúpulos de vidas ajenas

EXTRA VOZ

Forsyth se une a la lista de autores británicos que trabajaron como espías y volcaron sus experiencias en sus novelas, como Graham Greene; Ian Fleming, eL creador de James Bond; o John le Carré, el maestro del género

06 sep 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

G  raham Greene señala en su obra autobiográfica Una especie de vida que el novelista tiene mucho en común con el espía: «vigila, escucha, busca motivaciones, analiza a los personajes y, en su afán de servir a la literatura, carece de escrúpulos». Sabía de lo que hablaba, porque además de un excelente escritor fue espía. Ciertamente las dos actividades requieren gran capacidad de observación, estudio psicológico de las personas, indagación en el alma humana, máxima atención a los detalles y descifrar los secretos más ocultos. Y, al final, juntar todas las piezas del rompecabezas y construir una historia. La misión del novelista y del espía es contar, desentrañar la realidad, el primero a través de la ficción, el segundo mediante la recolección de información. Ambos llevan una doble vida, la real y la que se inventan; el escritor se oculta tras sus personajes imaginarios, el agente se hace pasar por quien no es. El fingimiento y la simulación son sus armas. «Los escritores, como los espías, tienen que dedicarse a vigilar a los otros, a robar vidas ajenas», señala el escritor Enrique Vila-Matas.

 Frederick Forsyth ha sido el último novelista en confesar que fue espía. El aclamado autor de bestsellers como Chacal, Odessa o Los perros de la guerra cuenta en un adelanto de su autobiografía que trabajó para el MI6, el servicio de inteligencia exterior británico, durante más 20 años. Se inició en la guerra de Biafra, de 1967 a 1970, cuando fue contactado para que contara lo que estaba pasando. Durante el último año de la guerra enviaba a la vez crónicas a los medios e información a su «nuevo amigo». También fue espía en Alemania Oriental, Rodesia y Sudáfrica. Forsyth, de 77 años, asegura que no cobró por su trabajo, pero sí consiguió como contrapartida la autorización del MI6 para  introducir sus vivencias en sus novelas. «Me decían que les mandara las páginas para que las aprobaran o las censuraran. Por lo general, la respuesta era «¡OK, Freddie!», afirma.

 Forsyth se une a la larga lista de escritores británicos que trabajaron como espías, que se remonta al menos a Christopher Marlowe y en la que Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, ocupa un lugar muy destacado. Los escritores espías aumentaron significativamente durante la Guerra Fría.

El precursor: Somerset Maugham

El pionero en el siglo XX fue William Somerset Maugham, un escritor hoy injustamente olvidado pero muy famoso en su época, considerado como un maestro de la lengua inglesa. En 1915 su entonces amante Syrie Wellcome le presentó a un jefe de la inteligencia británico, sir John Wallinger, que le reclutó como espía y le sirvió más tarde de inspiración para varios personajes. Maugham poseía cualidades muy valoradas en este mundo, era cosmopolita, sabía idiomas y tenía un amplio círculo de relaciones sociales. Comenzó su actividad  en la tranquila Suiza para pasar un año después a la convulsa Petrogrado, donde acababa de ser derribado el zar, sustituido por un régimen parlamentario comandado por el moderado y anglófilo Kerenski, apoyado por Londres. Bajo la falsa identidad de un corresponsal norteamericano, Maugham trabajó como espía y creó una red de agentes encubiertos preparados para el caso de que triunfaran los bolcheviques, como así sucedió cuatro meses después de su llegada. Trasladó su experiencia a sus relatos, pero tuvo que destruir muchos de ellos porque eran demasiado realistas.

Los dos escritores del género más populares también fueron espías. Ian Fleming, el creador de James Bond, el agente secreto de ficción más famoso de la historia, trabajó para la inteligencia naval británica durante la II Guerra Mundial. Su reclutador, el almirante John Henry Godfrey, inspiró el personaje de M, el jefe de James Bond. 

Pero el caso más interesante y paradigmático de espía reconvertido en escritor es el de John Le Carré, el maestro indiscutible de las novelas de espionaje. David Cornwell, que es su verdadero nombre, fue reclutado en su época de estudiante. En 1959 fue enviado a la dividida Alemania, donde fue testigo de la construcción del muro de Berlín, y permaneció hasta 1964. Esa estancia le proporcionó  material de primera mano para su obra. En su primera novela, Llamada para un muerto, aparece su gran creación literaria, George Smiley, el espía solitario y enigmático, obsesionado por pasar inadvertido, un personaje basado en su mentor y maestro en el mundo del espionaje John Bingham. Su rival en el KGB es Karla. Pero el libro que le consagró fue El espía que surgió del frío, de 1963, que Graham Greene consideró «la mejor novela de espías nunca escrita». Le Carré siempre ha sido muy discreto sobre su trabajo como agente secreto y solo en 1991 lo reconoció abiertamente. Pero siempre le ha quitado importancia. «Dimití del servicio a los 33 años, dejando tras de mí un historial insignificante», escribe en el epílogo de Un espía entre amigos, de Ben Macintyre, la excelente biografía de Kim Philby, que llegó a ser el responsable del departamento de operaciones antisoviéticas del MI6, pero en realidad era un agente doble al servicio de Moscú. Sobre la verdadera labor que desempeñó Le Carré aún hay mucho misterio, ya que el acceso a su expediente sigue estando prohibido. Por su parte, Greene fue reclutado por Philby, con quien mantuvo una estrecha relación incluso después de ser descubierto. Hay quienes mantienen que  sabía que era un doble agente, pero no lo denunció. Tanto él como Le Carré se inspiraron en la fascinante personalidad de Philby para componer algunos de sus personajes. 

los más odiados

Greene reflejó su experiencia de espía en algunos de sus mejores libros como Nuestro hombre en La Habana, El factor humano o El americano impasible. Esta novela enfadó mucho al servicio de inteligencia porque ponía al descubierto las relaciones entre un jefe de estación y su agente principal. Como relata Frances Stonor Sanders en La CIA y la guerra fría cultural, Greene y Le Carré llegarían a convertirse en los autores que más odiaban los servicios clandestinos estadounidenses por sus obras Nuestro hombre en La Habana y El espía que surgió del frío.

En Escritores espías, Fernando Martínez Laínez cuenta la historia de once literatos que fueron espías al servicio de sus países, entre los que están Cervantes y Quevedo, pero también Voltaire y Rabelais, Graham Greene y John Le Carré o Josep Pla, que fue informador del franquismo. También fueron espías en algún momento de sus vidas autores de la talla de Ernest Hemingway, Roald Dahl o J. D. Salinger. Pero un caso muy interesante es el de Arthur Koestler, un ferviente comunista reconvertido en feroz anticomunista. Tras la victoria de Hitler, se unió a los exiliados alemanes en París, donde trabajó para Willi Münzenber y fue uno de los cerebros de la red de organizaciones de tapadera de la Unión Soviética antes de la guerra. En 1936 viajó a España probablemente como espía a sus órdenes. Fue detenido por sus actividades políticas, pero puesto en libertad gracias a la intervención del Gobierno británico. Rompió con el comunismo tras el pacto germano-soviético y escribió El cero y el infinito, un libro sobre los abusos cometidos en nombre de la ideología, un terrible alegato contra el régimen soviético de Stalin, lo que le dio fama de anticomunista. Koestler fue uno de los consejeros más importantes del Departamento de Investigación de la Información (IRD), creado por el Gobierno británico en 1948 para propagar propaganda anticomunista. La CIA también se le acercó dentro de su estrategia de reclutar intelectuales que habían renegado de su pasado comunista.