El silencio, el primer derecho

Álex Martín

ESCUELA

La garantía del derecho de defensa y de la presunción de inocencia empiezan con la obligación de advertir a todo aquel que resulte investigado o procesado de su derecho a guardar silencio

12 dic 2025 . Actualizado a las 13:28 h.

La primera canción que aprendí a acompañar con una guitarra fue The Sounds of Silence, un tema de ejecución sencilla que aún hoy es muy popular y que habían grabado los míticos Simon & Garfunkel. Acababa de cumplir los 13 y aún pensaba que podría dedicarme a la música. Y si la música fallaba, siempre me quedaba ser reportero en zonas de conflicto, idea que adquirí después de ver una película titulada Los gritos del silencio (1984), que iba de eso, de periodistas con máquina de escribir Olivetti encañonados por soldados en la península de Indochina, que me había impresionado mucho. Silencio es una palabra bonita, que evoca misterio y que nos ayuda a construir buenos títulos y buenos versos.

Al final las cosas no fueron por el camino de la música profesional ni del reporterismo bélico, sino del derecho. Y en ese mundo el silencio también tiene su lugar, quizá no tan poético, pero sí muy valioso.

El silencio es el primero de los derechos que asisten a cualquier persona sobre la que se dirige una investigación o un proceso penal. La garantía del derecho de defensa y de la presunción de inocencia, que la Constitución proclama y protege en su artículo 24, empiezan con la obligación de advertir a todo aquel que resulte investigado o procesado de su derecho a guardar silencio. Si esa información no se da, o si no se respeta la decisión que la persona adopte, todo el proceso judicial se vendrá abajo, resultará nulo, porque se habrá seguido con vulneración de un derecho fundamental.

Los derechos fundamentales, cuando los ejercemos conforme a la ley —pensemos no solo en el derecho de defensa, sino en otros, como el de manifestación, el de huelga o la libertad de expresión— nunca pueden justificar que suframos un perjuicio. Si algo así ocurriese, no serían efectivos ni tendrían valor. Y eso, lejos de ser una consecuencia menor, pondría en cuestión el concepto mismo de Estado de derecho y el sistema democrático. Llevado a nuestro terreno, debemos aprender cuanto antes que ni el juez puede ni nosotros debemos interpretar el silencio como una confesión de los hechos ni como un indicio de culpa con el que llegar a justificar, en caso de duda, un veredicto de condena.

La presunción de inocencia sostiene todo el edificio del derecho procesal democrático: mientras no haya una prueba clara y concluyente aportada por quien nos acuse —y solo por quien nos acuse—, para la ley somos inocentes. Y, aun así, a veces la presión, el miedo o la torpeza pueden convertir una explicación honesta en un embrollo o, peor todavía, en una trampa. Sin la garantía del silencio, la presunción de inocencia sería solo un enunciado, un título.