Los partidos tradicionales están en riesgo de perder unos diez millones de electores. O, dicho de otra manera, cuatro de cada diez votantes cambiarán, o se plantean cambiar, el voto que dieron hace cuatro años. Un corrimiento de voto sin parangón desde 1982. Siendo muy diligentes en lo que resta de campaña, pueden lograr retener a un tercio de sus viejos electores. Pero sería solo una satisfacción ilusoria. Como la que tuvo el PSOE en las andaluzas o en las autonómicas. Un espejismo que solo le ha servido para retrasar lo inevitable.
El PP ganará y lo más probable es que gobierne. Pero eso solo servirá para prolongar la agonía. Porque, como le ha ocurrido a los socialistas, el poder es un potente anestésico que vuelve ciegos a quienes lo tocan. Y la realidad que no ven es que son un partido marginal entre los menores de 35 años y residual para los nuevos votantes.
Los partidos emergentes son ya los referentes principales para los españoles de menos de 54 años. Y lo son no por lo que han hecho ellos -nada, salvo prometer en algunos casos lo imposible-, sino por los desastres acumulados por los partidos tradicionales. En lugar de clamar contra populistas e inexpertos, Rajoy haría bien en mirarse al espejo, porque es responsable de su crecimiento. Con sus reiterados errores, PP y PSOE se han condenado a tener que luchar por su propia supervivencia durante la próxima legislatura.