Un torrente de dudas

José Varela

DEPORTES

BASILIO BELLO

16 jun 2020 . Actualizado a las 10:27 h.

Hace cuarenta años, tal vez de manera inocente para matar el rato en el alto Lambre, en Irixoa, desperté de su sopor una pulsión que, con el tiempo, se enseñoreó de mi voluntad. Hijo de pescador, de niño había acompañado a mi padre al río doméstico de Ferrol, el Da Sardiña, algunas tardes de verano. No sospeché que aquella inocente experiencia habría de contaminarme de por vida. Ignoro de dónde brota este instinto predador que me empuja hacia el río durante la temporada truchera. Pero ese desconocimiento es mi única verdad en la pesca fluvial: magra fianza para pontificar.

El estado de alarma, por la pandemia de la covid 19, retrasó este año el comienzo de la pesca fluvial. El número de licencias para su práctica deportiva sigue descendiendo desde hace años -perdí memoria de cuándo me topé con un niño con una caña en la mano a la orilla de un río: es una actividad que se extingue, pero ese es otro asunto-. Los permisos que se tramitan para pescar en los tramos acotados, con contadísimas excepciones -otro debate este: mucho postureo por medio-, languidece día a día. El resultado combinado es que la presión predadora de las cañas es cada año más liviana. La conclusión inmediata habría de ser que los ríos engordarían sus poblaciones trucheras, que la carga ictícola habría de ser mayor, y, en consecuencia, que esta temporada devendría una fiesta para los pescadores. Pues no.

Durante cuatro décadas se han ido desflecando muchas de las certezas de las que estamos sobrados los aficionados. Guardo una pero inagotable: con independencia del resultado de la jornada, espero con ansia la próxima, bien para repetir, bien para resarcirme. El resto son dudas, algunas puede que razonables, respecto del alarmante descenso de truchas en nuestros ríos. Todas las que tienen relación con la calidad de las aguas y el agotamiento de la biomasa del bento, las medidas cosméticas de las autoridades, el escaso valor que socialmente tiene el ecosistema fluvial -y su correlato en la agenda política-, la presión de los propietarios de ingenios hidroeléctricos sobre quienes deciden las políticas hidrológicas -aceptando que no sean las mismas personas-, la sacralización del beneficio económico privado a partir de los recursos de propiedad pública, el frívolo desparpajo con el que se desprecia la investigación científica, la hipocresía con el cambio climático, el manoseo de la ignorancia bien asentada para justificar gastos de escándalo…

Los ríos gallegos se ajustan a fábula de Oliver Clerc La rana que no sabía que estaba hervida: el batracio es introducido en agua, que se va calentando tan lentamente que no se percata hasta que muere cocido. Después, en el réquiem, todos circunspectos.