El fútbol no perdona el fracaso. Solo vale el triunfo, las pequeñas o grandes historias preñadas de valores (reales o ficticios), la superación continua, la glorificación del esfuerzo, la sensación de que no hay nada que no sea alcanzable con trabajo... Forma parte del deporte: o triunfas o fracasas, sin términos medios ni disculpas. Tampoco para Iago Beceiro y Sergito, un par de diablillos con un balón en los pies y unos cuantos demonios interiores por domesticar. Para el cruel veredicto de los apóstoles del éxito, dos prematuros juguetes rotos, un par de futbolistas con un enorme talento pero ya irrecuperables, material inservible para el triunfo.
Con apenas veinte años, el fútbol parecía haberles dado definitivamente la espalda, hasta que el presidente de un modesto club se atrevió a darles otra oportunidad («la novena o la décima», confiesa Iago, con la ironía de quien empieza a otear el horizonte). José María Zubiela les ha abierto su casa y ellos comparten tiempo y espacio con su familia, le ayudan en su trabajo e incluso han retomado los estudios. También juegan al fútbol.
El generoso presidente de un humilde club gallego no ha necesitado un máster en psicología aplicada ni un curso acelerado de coaching para asegurar que Iago y Sergito son dos buenos chavales, a los que la mala vida les ha llevado «a cosas que ni ellos mismos quieren». Y ellos reconocen abiertamente su cuota de responsabilidad; un buen comienzo para encontrar, por fin, la salida.
Fracasar no es que Iago Beceiro y Sergito no se ganen la vida con el fútbol, al fin y al cabo no hay sitio para todos; fracasar es no intentarlo. Y José María Zubiela, el generoso presidente de un humilde club gallego de fútbol, y el empeño de un par de representantes, lo han intentado donde otros desistieron y, ellos sí, fracasaron. Así que gracias a Zubiela, esta temporada todos somos un poco del Verín y un mucho de Iago Beceiro y Sergito.