ALGUIEN ha pretendido inventarse un país situando a cincuenta mentes privilegiadas reunidas en una casa televisada, mientras un montón de ciudadanos desocupados se sientan en un sillón para observar a la gente por la rendija. Esta del cotilleo es una tradición muy española; escuchar detrás de las puertas, observar por la mirilla quien entra en la casa del vecino o, simplemente, comentar lo que ha hecho fulanita o menganito. El otro día me encontré con la cara de Brito Arceo, un árbitro que se retiró para evitar un escándalo económico. El drama de España, por lo que vi, no pasa por la comisión de investigación del 11-M, por las exigencias del tripartito catalán, por las elecciones en el País Vasco, el ascenso del paro o el coste del barril de petróleo, tampoco el que se quiera meter de forma injusta y cruel a todos los notarios en el mismo saco que a algunos de Marbella. No. El drama nacional consiste en saber si Brito es gay o no. Frente a un ex árbitro con tan escaso nivel cultural que tiene dificultades para leer en voz alta, se ofrecen periodistas de medio pelo y toda suerte de lagartonas televisivas para convertir el debate en asunto de Estado. Brito Arceo fue invitado a abandonar el pito tras algunos escándalos -inolvidable un Barcelona-Sevilla- y una dañada situación financiera en su empresa. Cuando observo a Brito, siento pena por un pobrecillo que recurre al alquiler de su intimidad y se somete al tribunal de los insufribles por un puñado de euros. La imagen de un árbitro con un chándal de la UEFA en una casa sin privacidad, en un espectáculo mezcla de sexo de segunda y estupidez colectiva, me produce el sonrojo natural antes de preguntarme: ¿qué clase de gente ha vivido del fútbol? Lamento el desinterés que me produce la sexualidad del ex colegiado canario. Pero, claro, ¿cómo explicar al mundo que me importa un comino que Brito Arceo se haya vuelto mariposa, sarasa, reinona, bujarrón, julandrón o marica o que, por el contrario, siga perteneciendo a la vilipendiada etnia del macho ibérico?