Sibila Freijo: «Yo prefería haber tenido una infancia normal y no saber quién era Lubitsch»

Javier Becerra
javier becerra REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Sibila Freijo en una imagen tomada en el paseo de Riazor de A Coruña
Sibila Freijo en una imagen tomada en el paseo de Riazor de A Coruña MARCOS MÍGUEZ

Acaba de publicar «La sal», una cruda visión de la relación con su padre, «un tirano que quería presumir de tener una hija cultureta»

18 feb 2023 . Actualizado a las 14:33 h.

Aunque se llamase Manuel, para ella eligió un nombre bastante más rebuscado. «Iban de jipis pero tenían familias ricas y nos ponían los que no aparecían en ningún santoral», escribe ella. Él es el padre. Sibila Freijo (A Coruña, 1972), la hija. Acaba de publicar La sal (Espasa), un libro que empieza con la muerte del progenitor y relata un crudo retrato de una infancia en A Coruña «sin trenzas de raíz, sin coletas altas, sin coletas de lado, sin lazos, sin natillas, sin tartas ni canelones, sin tres cerditos ni Caperucitas ni Bollicaos ni hostias», dice. 

—Viene de escribir novelas erótico-románticas. ¿Por qué ha dado este cambió de registro?

—Mi padre se murió tras un cáncer fulminante. Estuve con él. Lo ayudé a morir. Es lo único que hice como hija, porque siempre hemos tenido una relación muy complicada. Me quedé con un dolor inesperado. En teoría, era una persona que me había hecho sufrir mucho, con la que no me llevaba bien, pero su pérdida nos unió. Escribí para ordenar y perdonar. Quería revisar mi infancia, algo que me pesa horrores y tuvo unas consecuencias brutales en mi vida.

—¿Un ajuste de cuentas?

—La gente no sale mal parada. De mi padre hablo muy mal y muy bien. La gente es así. Todos somos malbuenos. Yo quería comprender y quitarme el rencor que tenía.

—Tacha de irresponsables a muchos padres progres de los ochenta. Dice que estaban más pendientes de la cultura y la liberación que de la crianza de un hijo.

—Nos dejaron de lado. Yo tengo muchos ejemplos de amigos. Nuestros padres se dedicaban a ir al Patacón, el Filloa… bares llenos de humo. Y allí, hasta las tantas. Tanto daba si el niño comía o no, si tenía que ir a clase el día siguiente. La paternidad no estaba concebida como ahora, que tenemos a los niños como en una urna de cristal. Antes nos criábamos casi solos, con los los abuelos y a nuestro aire. Ellos consideraban que con que durmiéramos, comiéramos y tuviéramos un techo el niño ya estaba cuidado.  

—Su relato parece ir a contracorriente: esa generación suele estar muy bien vista.

—Pues no, porque eran unos tiranos. Eso siempre se asocia al padre de derechas y de familia militar, pero el padre progre puede ser igual de tirano con la educación de su hija. Esos padres querían presumir de lo culturetas que eran también los hijos. Mi padre se pavoneaba delante de sus amigos diciendo que yo había ido ya a La Fura dels Bauls y veía películas de Buñuel. Era como lo del coche. Igual que a cierta persona le corresponde cierto coche, pues a cierto padre progre la corresponde cierta hija.

—En el libro parece que esa cultura atenuaba todo lo demás.

—Sí, un poco. Yo siempre me he considerado una niña especial. No todas las niñas veían a Lubitsch con 10 años. Eso me forjó una personalidad y una manera de ser. Lo agradezco, pero no sirve. Yo prefería haber tenido una infancia normal y no saber quién era Lubitsch. Lo sé ahora. Nos convirtieron en adultos con millones de taras.

—¿Es complicado odiar a los padres? ¿Se puede?

—La familia es el cáncer y la quimioterapia. Necesaria y dañina. Quien más o quien menos tiene conflictos. Necesitamos a nuestros padres, pero deseamos perderlos de vista.  Entre esa dicotomía te manejas. Es todo muy frustrante. ¿Cómo vas a odiar a tus padres? Pero es que a veces te da ganas de ello. Quizá sea el mayor conflicto de nuestra vida. Los padres y los hijos. Porque los que ya tenemos hijos nos encontramos con las mismas cosas. 

—Hay un momento en el que ve restos de lo vivido por usted proyectados en sus hijos. No quieren que pasen por lo mismo.

—Me veo muchas veces así.

—¿También les ha obligado a ver películas de Bergman con diez años?

 —No, pero los he llevado a manifestaciones, les he puesto pelis en blanco y negro y los he llevado a ver el Guernica con cuatro años con ellos en plan: «¿qué hacemos aquí?  Los he adoctrinado. Pero ellos no se dejan y yo no los obligo, como hacía mi padre. Pero sí que intentas modelarlos y acercarlos a tu esfera de influencia. Aunque siempre he intentado hacerlo desde el divertimento, no como mi padre. Hacer leer el Levítico de la Biblia a una niña de 12 años... pues no sé, a lo mejor haces que deteste leer.

—Ubica su relato en A Coruña, pero la llama novelescamente Marineda.

—Salió solo. Fue algo automático. Mi padre me contó, hace mucho tiempo, que Emilia Pardo Bazán usaba ese recurso. Y sí, se hace un retrato muy nostálgico de aquella ciudad de los ochenta y los sitios de mi infancia: la Italiana, la Ibense, las tortitas con nata del Linar, el monte de Santa Margarita,el jardín en Méndez Núñez, los sitios a los que mi abuelo me llevaba a comer en La Marina, o Remo, Bonilla...

MARCOS MÍGUEZ

—Hay mucho drama, pero atenuado con humor. ¿Es el salvavidas?

—Sí, me salva de todo. Es un tamiz con el que se mira la vida y con el que también te miras a ti misma. La primera en verme ridícula y reírme de mí misma soy yo. Nada es tan importante y nadie es tan importante. Todo hay que mirarlo con cierta perplejidad y cierto asombro. Como un niños: esto no me gusta, siguiente cosa.

—Hace mención en el libro al desaparecido Casa Enrique de la calle Compostela y a sus baños. 

—Yo me crie en el Enrique, meando de pie en aquel baño y con esas paredes mugrientas. Recuerdo los pinchos de queso y anchoas. Nos daban algo de dinero, a veces. para comprar un sobre-sorpresa en la librería de al lado. Los padres pijos iban al Cantón Bar, que daban hasta patatas fritas, y a nosotros nos llevaban al Enrique.

«Los abusos sexuales no solo los cometen los hombres» 

Además de esos lugares coruñeses que activan de inmediato la nostalgia de quien los conoció, en La Sal aparecen otros bastante más turbios. Por ejemplo, el cine Rex, donde la abuela de la protagonista acudía a ver filmes X en un ambiente de sordidez. «Esa mujer me dio muchas cosas buenas y malas, porque era muy oscura. Nació en una época equivocada. Entonces había una hipocresía tremenda. ¿Mi abuela no podía tener amantes? ¿No podía ver porno como ellos? ¿Por qué era una abuela?», pregunta la autora. «Lo que no podía es cruzar ciertos límites, que sí cruzó», añade.

—Pese a ubicarse una época en la que supuestamente existió una liberación sexual, en su libro aparecen un reverso muy tenebroso.

—Hay una parte en La sal que habla sobre las zonas oscuras o incomprensibles de las personas de nuestra familia. El alma humana a veces está llena de zonas de sombra. Eso incluye también a las personas más cercanas. Hay un episodio de un abuso a la protagonista completamente inesperado, una mujer para ser más específicos. Los abusos sexuales no solo los cometen los hombres.

—¿Tras aquella apariencia progre seguía latiendo el machismo?

—Muchos de los progres de esa época eran enormemente machistas. Hacían cosas como separarse y dejar a la mujer con los críos, sin responsabilizarse de esos hijos. Mi padre jamás pagó a mi madre ni un duro de manutención, por ejemplo. Les gustaba tener a compañeras intelectualmente potentes y comprometidas políticamente, pero exigían también que la comida estuviera lista y los niños atendidos.

—¿Le preocupa la reacción de sus familiares al leerlo?

—Obviamente, es algo que he pensado. He tratado de tener el máximo cuidado con las personas a las que quiero y que están vivas, pero cuando se escribe algo autobiográfico no puedes estar preocupado por el juicio de los demás. Hay que ser bastante destroyer y tirarte a la piscina sin agua. Si se hace autocensura la historia pierde el sentido, para quien la escribe y para el lector. Nadie de mi familia creo que se sorprenda de lo que cuento. Que las acepten o no es otra historia. Todo es subjetivo y eso incluye también el relato de nuestra vida.