El otras veces «machirulo» Ridley Scott sorprende en Venecia con su película medieval del MeeToo

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Matt Damon, en una escena del filme de Ridley Scott «The Last Duel».
Matt Damon, en una escena del filme de Ridley Scott «The Last Duel».

El cineasta francés Stéphane Brizé cierra su trilogía sobre el capitalismo salvaje con el excelente filme «Un autre monde», que puso fin a la sección competitiva de la 78.ª Mostra

11 sep 2021 . Actualizado a las 10:13 h.

Llega al Lido Ridley Scott en la última jornada de esta Mostra para levantar el ánimo de una alfombra roja que en este festival siempre rebosa de personal la primera semana para luego desertizarse porque el foco de la industria internacional se enciende en Toronto. Para atraer de nuevo la atención hacia Venecia no se puede pensar en algo de mayor piroctenia que los paseos en góndola por los canales de la pareja de moda, el revival sentimental de Ben Affleck y Jennifer Lopez. Affleck, además de actor secundario del filme de Scott, está implicado a fondo en su génesis. Y es, junto a su colega de juventud Matt Damon, productor y coadaptador de la novela de Eric Jager del 2004 en la que el largometraje se basa.

Ben Affleck, la guionista Nicole Holofcener, Ridley Scott y los actores Jodie Comer y Matt Damon, en la Mostra.
Ben Affleck, la guionista Nicole Holofcener, Ridley Scott y los actores Jodie Comer y Matt Damon, en la Mostra. Yara Nardi | Reuters

The Last Duel te descoloca de partida, como película medieval, porque no se trata del intuido espectáculo de estruendosas batallas que te extenúan como si en la butaca sufrieses el peso de la armadura. Muy lejos de eso, se acerca más al cine feudal de cámara -para entendernos, a las gloriosamente cortesanas Beckett o El león en invierno, o incluso a la poco recordada El último valle- que a productos rechinantes de Scott como Robin Hood, El reino de los cielos o Gladiator.

Porque el nudo argumental de The Last Duel es no una batalla a campo abierto sino una agresión en un lecho. La violación de la esposa de un caballero normando por su compañero de armas y ahora rival en la corte de Carlos VI de Valois. Sobre ese epicentro, la película se estructura en un tríptico donde se nos muestran las tres versiones de esa violación y sus antecedentes. La del violador enamorado, encarnado por Adam Driver, la del marido agraviado en su honor calderoniano avant-la-lettre, que es Matt Damon. Y, por último, la de la esposa, la Jody Comer recordada por la estimulante serie Killing Eve.

Mentar Rashomon es una herejía, pero ahí queda el guiño. Y las formas en las que Ridley Scott desarrolla los matices de los tres puntos de vista están desenvueltas con bastante pericia narrativa. De hecho, es sutil la manera en que los derechos sexuales de esta mujer violentada -a la sazón inexistentes- están esbozados: la resignación con la que sufre el desconocimiento de los placeres de la petite mort cuando yace con su brusco marido. Una anorgasmia a la que los hechiceros o sacerdotes del templo atribuyen su ya larga infecundidad. O lo irrelevante del peso que se da a su acusación. El Yo sí te creo del siglo XIV reside en un juicio de Dios: un duelo a caballo entre los dos machos, el violador y el marido, a ver quién luce la adarga más poderosa.

Y es curioso ver cómo un cineasta que ha destacado por firmar cimas del cine machirulo como Ridley Scott -la masculinización de la mujer como camino de perfección en La teniente O’Neill; las descargas de testosterona evangelizadora de 1492 y Exodus, o las militaristas de Tormenta blanca o Black Hawk derribado- se maneja bien en tiempos del MeToo. Y su película es dulcemente feminista. Tampoco sería justo no decir que Scott apadrinó en su día Thelma y Louise.

Lo que definitivamente convierte a The Last Duel en una obra con la que encariñarse es su aspecto de haber sido rodada con cuatro cuartos. La sensación de que Scott -ya en el final de su baqueteada carrera- pinta aquí mucho menos que Matt Damon o que Ben Affleck. No hay plata para paisajes después de ninguna batalla. Y los extras se escatiman hasta la anemia.

Eso sí, se nota cuando sí se deja rienda suelta al británico: en el duelo que da título al filme. Y ahí, en esas secuencias donde de nuevo la escasez económica obliga a los planos cortos, a la nula espectacularidad, sí parece escucharse el último hurra de Ridley Scott. Su espartaquismo de centurión en una arena -la del cine de este tiempo- donde él no es ya sino dinosaurio.

Gran Vincent Lindon frente al feroz mercado

El cierre de la sección competitiva de esta Mostra -de un nivel excelente, de los mejores de la etapa ya larga de Alberto Barbera al frente del festival- tuvo un broche a su altura con la excelente Un autre monde, de Stéphane Brizé. Con ella, parece completar el realizador francés un tríptico sobre su idea del capitalismo salvaje que acorrala a los trabajadores y que engulle, poco a poco, como en un efecto dominó, los derechos laborales logrados en el último medio siglo.

En las tres películas (La ley del mercado y En guerra son las dos precedentes) hay una lógica ideológica compartida de contención. Y un nexo interpretativo que posee un valor de elegancia partisana -aun cuando vestido de ejecutivo- llamado Vincent Lindon. En Un autre monde, Brizé alcanza el nivel más depurado de sus tres obras. Es una de nuevo percutante pelea contra el tiempo.

Lindon, Sandrine Kiberlain, Stéphane Brizé y Marie Drucker, en la presentación de «Un autre monde».
Lindon, Sandrine Kiberlain, Stéphane Brizé y Marie Drucker, en la presentación de «Un autre monde». Claudio Onorati | Efe

El papel de agonista en el filo de un cargo empresarial medio para sacar adelante las negociaciones que eviten los recortes en forma de despidos que exigen los mandos de la fabrica en París, y más lejos, el amigo americano de Wall Street. En un momento en que Ken Loach ha sido necrosado por el avance de la Historia, y donde los Dardenne dan señales de agotamiento, Stéphane Brizé despunta como el valor firme del cine ideológico y de las emociones nobles y no manipuladoras.

En Un autre monde resulta vibrante el pulso del personaje de un enorme Vincent Lindon (merecedor de premio) que pugna a la vez con su vida personal en llamas y con su posición sacrificial de única persona interpuesta entre los obreros y los empresarios, una cuña fatal que amenaza con llevárselo por delante. Y su acto de orgullo humanista -donde no hay grasa sentimental alguna- es un momento de gran alquimia del cine que defiende la decencia no ya desde las barricadas sino desde la firmeza de la conciencia.