Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós: «Te como un pedazo de mejilla y una guía del bigote»

CULTURA

«Miquiño mío» recopila las 92 fogosas cartas en las que Emilia Pardo Bazán retrató su amor a Benito Pérez Galdós

13 abr 2013 . Actualizado a las 18:51 h.

En otro país -el Reino Unido, sin ir más lejos-, si dos colosos de las letras de este calibre hubiesen protagonizado la intensa aventura amorosa que mantuvieron durante años Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851-Madrid, 1921) y Benito Pérez Galdós (Las Palmas, 1843-Madrid, 1920), esa historia ya tendría novela, película y hasta una serie de la BBC. Aquí, al menos por el momento, tendremos que bucear entre sus cartas para descubrir los detalles de una fogosa relación en la que se mezclaron los escarceos, la literatura, los celos y las encendidas disputas académicas y periodísticas de la época. El sello Turner, de la mano de los especialistas Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, rescata ahora las epístolas que los efusivos amantes se cruzaron entre 1883 y 1915. De las que envió Galdós a Pardo Bazán solo se ha salvado una, datada en 1883. Pero afortunadamente se conservan 92 de las que remitió la escritora a su «querido y respetado maestro» y que salen a la luz por primera vez en conjunto en Miquiño mío. Cartas a Galdós.

De admirado a amado

Leer este epistolario es leer el relato de cómo su relación fue evolucionando -con altibajos y algunos serios contratiempos al cruzarse terceros en su itinerario- desde una reverencial admiración de Pardo Bazán al maestro hasta un amor cuerpo a cuerpo y sin complejos.

Todo arranca con las modosas maneras que esgrime Pardo Bazán para dirigirse a Galdós: «Ilustre maestro y amigo» o «Querido y respetado maestro». Así de prudente se las gasta la narradora en sus primeras misivas, las del período 1883-87. En esa etapa, en 1884, doña Emilia manda a paseo a su esposo, José Quiroga, que le había exigido que se retractase de unos artículos publicados en la prensa y que eligiese entre la literatura y su matrimonio. Pardo Bazán, pionera en tantas cosas, replicó con un portazo al timorato esposo. Con su separación matrimonial, que en la época no era precisamente una cuestión menor, la escritora se lanza a tumba abierta a disfrutar de su libertad literaria y vital. Crece su amistad con Galdós y el progreso se refleja paulatinamente en la correspondencia, con saludos ya algo más cariñosos: «Amigo querido e inolvidable» o «Amigo querido y no digo más». En este período, entre carta y carta, ella escribe Los pazos de Ulloa y él Fortunata y Jacinta. Casi nada.

El momento más explosivo de estos amores llega en los años 1888 y 1889, un tiempo en el que la relación alcanza su mayor intensidad, llega luego la ruptura a causa de la aventura de Pardo Bazán con Lázaro Galdiano y la posterior (y muy efusiva) reconciliación. «Te muerdo un carrillito y te doy muchos besos por ahí, en la frente, en el pelo y en la boca», detalla la escritora a su «ratonciño querido», a quien bautiza una y otra vez con toda clase de diminutivos: «miquiño mío del alma», «monín» o «fachiña amado».

La gran prosista gallega ya no se anda con remilgos en sus misivas. Arranca y mete la directa desde la primera línea. «Miquiño, mi bien: me están volviendo tarumba tus cartitas. Creo que jamás escribiste con tanta sencillez, con una gracia más bonita y más tierna. No sé las veces que he leído esta última epístola, ni el bien que me hizo, ni cuánto se me humedecieron los ojos... Un beso del fondo del alma», caligrafía en abril de 1889 desde la coruñesa rúa Tabernas.

«Te aplastaré»

Solo un mes después Pardo Bazán sube la apuesta y va (todavía más) directa al grano. «Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de la Academia y de tonterías. ¡Pero antes morderé tu carrillito!», amenaza al autor de los Episodios Nacionales, antes de recomendarle que cuide su salud: «No fumes mucho, no».

Una de las misivas más encendidas de las que despacha Pardo Bazán a Galdós la firma la escritora en París el 28 de septiembre de 1889 tras su viaje juntos por Alemania y otras geografías europeas: «Triste, muy triste... como diría un orador de la mayoría, me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña. Soy de tal condición que me adhiero y me incrusto en el alma de los que me manifiestan cariño, y el trato va apretando de tal manera los nuditos del querer, que cuando menos lo pienso me encuentro con que estoy atada y no me puedo soltar». Pero la perla de esta carta viene antes de la rúbrica, con una despedida de alto voltaje al evocar el tiempo que han pasado juntos, lejos de las afiladas miradas de la sociedad madrileña. «Mi bien, mono, compañerito, que te acuerdes mucho, mucho, de mí, y con las mismas saudades que yo de ti; que sueñes en renovar horas tan venturosas, y que vayas tramando el modo de realizarlo en compañía de tu Peinetita, que te besa un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo», achucha Pardo Bazán.

En una carta de octubre anima a Galdós a repetir la experiencia: «No hemos hecho más que arrimar la manzana a los dientes, esta es la verdad, no hemos agotado, ni siquiera bebido a boca llena el dulce licorcito que nos podemos escanciar el uno al otro». Ese mismo mes vuelve la escritora a pisar el acelerador en otro correo: «Ven a tomar posesión de estos aposentos escultóricos. Aquí está una buitra esperando por su pájaro bobo, por su mochuelo [...] Hay en mí una vida tal afectiva y física, que puedo sin mentir decir que soy tuya toda: toda, me has reconquistado de muchas maneras y más que nada porque nunca me habías perdido; porque te quise ayer y te querré mañana».

A partir de 1890, a pesar de que mantiene en sus cartas el tratamiento de «amado roedor mío» y «ratonciño», la relación se enfría. Un año más tarde nace en Santander la hija de Galdós con Lorenza Cobián, un episodio que impondrá la distancia en la antigua pareja, que a pesar de todo mantendrá contra viento y marea una excelente amistad. De 1891 a 1915 se va esfumando de las cartas el «miquiño mío» y regresa el envarado y rígido «mi ilustre amigo».