Cuando el mar arrasa un barrio: pescadores de Manila trasladan sus chozas por la subida

Federico Segarra MANILA / EFE

A CORUÑA

El aumento en esta zona es mayor que en el resto del globo

25 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cientos de pescadores y sus familias asentadas en precarias casas flotantes al norte de la bahía de Manila sufren un asedio medioambiental y urbanístico ante el vertiginoso aumento del nivel del mar, la construcción de un aeropuerto y las toneladas de basura a la deriva que ahogan su medio de vida. Vincent Omolida (41 años), y su mujer, Melissa Salvación (37), viven en el asentamiento de Sitio Pariahan, a unos 30 kilómetros al norte de Manila. Hace cuatro años, ante la implacable subida de las aguas, tuvieron que abandonar su casa y construir unos cientos de metros más atrás un nuevo hogar en una hilera de chozas destartaladas y sin ventanas, desprotegidas de los embates de tifones y tormentas que arrecian con fuerza la bahía.

«Hemos levantado los muros de la casa varias veces en los últimos años, y aun así el agua entra cuando hay tormentas», dice a Efe Melissa mientras muestra con sus manos los muros remendados de su casa, en este nuevo asentamiento al que llaman, también, Salvación.

En la bahía de Manila, el nivel del mar aumenta cuatro veces más rápido que la media global, ya que la ciudad se hunde debido al bombeo masivo de agua subterránea debido a una actividad urbanística frenética durante años, según datos de Greenpeace publicados este año.

Además, los manglares que regulaban las mareas y erigían una barrera natural a estos pueblos costeros ante las tormentas -cada vez más frecuentes e intensas- han desaparecido ante la construcción de un aeropuerto internacional en la misma zona de Bulacan donde se asientan estos barrios.

«Hay zonas en la bahía de Manila donde la tierra se hunde unos 10 centímetros al año. En una década, el 86 por ciento de la población de Metro Manila (unos 13 millones de habitantes) puede verse afectada», explica Rhea Jane, del Instituto del Clima y las Ciudades Sostenibles (ISCS, por sus siglas en inglés).

El día es gris y se avistan rayos que relampaguean sobre las nubes negras al este de la bahía, mientras los vecinos de este improvisado asentamiento caminan por el único sendero de bambú que conecta las casas para ir a la iglesia, donde celebran una colorida misa con cánticos y rezos.

La alegre escena contrasta con el olor fétido que rezuma una montaña de plástico y residuos amontonados a escasos metros de la iglesia, e ilustra el otro gran frente contra el que combaten los habitantes de Salvación: la basura en el mar que acorrala sus casas.

CERCADOS POR LA BASURA

Vincent vive y pesca en estas aguas desde que era pequeño. Pero cuenta que la cantidad de plástico y residuos que encuentra en las redes ha crecido exponencialmente en los últimos 30 años.

Los vecinos de Salvación rescatan la basura que llega a las puertas de sus apeaderos, la amontonan, y la venden a 10 pesos el kilo (unos 18 céntimos de euro).

«Nadie del gobierno nos ha explicado por qué suben las aguas, o de dónde viene el plástico», protesta Vincent, y añade, con grandes dosis de optimismo e ingenuidad, que «los únicos peces contaminados son aquellos que ya se han tragado la basura», visible cuando abren el pescado.

Vincent y Melissa enseñan con su barca su antigua casa y la de sus allegados en Sitio Pariahan, convertido ahora en un barrio fantasmagórico con casas en ruinas que flotan en medio de las aguas turbias de la bahía, aunque algunos vecinos aguantan estoicamente en estos chamizos, que rechazan abandonar hasta que no cobren una indemnización de la constructora San Miguel, que realiza las obras del aeropuerto.

Los vecinos denuncian desde el anonimato que es esta constructora la que ha acelerado la subida del mar en este punto de la bahía, ya que han cortado los manglares que les protegían de las tormentas.

«Los manglares son claves para mantener en armonía el ecosistema de las zonas costeras en el trópico, regulan las mareas y purifican el agua», explica Jane.

BARRIO CONDENADO A DESPARECER

May Dela Cruz, de 34 años, relata a Efe como su casa se hundió casi medio metro durante el último terremoto que azotó hace unas semanas el norte de Filipinas, aunque en la capital se notó mucho menos.

Su hogar era antes la casa donde se cruzaban varios de los pasillos de bambú que vertebraban el asentamiento. Ahora la marea y la tormentas han acabado con los pasos, y solo un deslavazado cañizo de bambú suspendido en el aire sirve de camino para conectar las casas. Un paso en falso, y los vecinos caerían a la sopa de plásticos y basura sobre la que reposan sus viviendas.

May, Vincent y Melissa son la primera línea del frente en la guerra climática que libra Filipinas, unos de los países más vulnerables del mundo al calentamiento global por su delicada geografía en medio del Pacífico.

Una batalla perdida para los habitantes de Salvación, que a pesar de su agónica situación cuentan entre risas, mientras apartan las moscas de sus platos, prefieren quedarse allí hasta que el agua lo inunde todo definitivamente.

«Este es nuestro sitio, no conozco otra forma de vida. Pero mis hijos deben estudiar para salir de aquí, no hay futuro para ellos», remata Melissa, quien, además de cuidar de sus cuatro hijos, vende comida para el resto del barangay (barrio) para compensar las capturas de peces cada más escasas de su marido. EFE

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