Entiendo el denodado esfuerzo de las autoridades educativas por defender a capa y espada las clases presenciales. Hay pocas dudas sobre la idoneidad del sistema, respecto a la fría y aislante docencia telemática que conocemos bien desde el último trimestre del curso anterior.
Vale. Los colegios aceptan el reto y ya estamos viendo en Coruña loables intentos de los centros por habilitar nuevas aulas para reducir las clases a 25 alumnos, por articular varios turnos de comedor… Notables esfuerzos, sin duda, para tratar de normalizar el inicio del curso. ¿Pero qué va a pasar cuando empiecen las clases?
Supongamos que en mi centro de trabajo he tenido contacto con un positivo por coronavirus y que, por ese motivo, tenga que guardar cuarentena en casa durante dos semanas hasta descartar o confirmar el contagio. Y conmigo, los miembros de mi familia, entre ellos dos niños en edad escolar.
Siendo ellos sospechosos de contagio, también sus compañeros de clase y actividades escolares deberían quedarse en casa. Y los alumnos de otras aulas con los que hayan tenido relación. Y los profesores. Y los contactos de los profesores, que muchos serán estudiantes de otras clases… En fin, no sé cómo se podría gestionar esto sin el teletrabajo.
En Alemania, que no es precisamente uno de los países más zarandeados por la pandemia, algunos centros que retomaron con entusiasmo la senda presencial han tenido que cerrar por cadenas de contactos similares a la que acabo de exponer.
Es posible que este problema sea reversible, que tenga una solución, que aquí esté prevista esa casuística y se pueda evitar. No digo que no, pero a estas alturas, a veinte días del comienzo de las clases, todavía no he conseguido que alguien me explique cómo.
