Chocolate con megas

Antía Díaz Leal
Antía Díaz Leal CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

JOSE PARDO

22 ene 2020 . Actualizado a las 22:58 h.

El domingo por la tarde tuvimos que sacar al crío casi casi a rastras del parque de Maestro Mateo. Solo él y otro niño un poco mayor resistían, pero cuando nos empezábamos a poner todos sospechosamente azules, decidimos que era momento de atacar. Y como a todos los niños, hubo que venderle una moto tentadora para sustituir al tobogán. En estos casos, el chocolate con churros resulta bastante efectivo. Sería el frío, sería que todos los deportivistas venían por el mismo camino y de buenas (el partido había terminado media hora antes), el caso es que toda la ciudad parecía haber tenido la misma idea. Diez minutos de cola esperando por una docena de churros para llevar dan fe del poder terapéutico de esa merienda que sabe a invierno, a tarde de domingo, a casa.

Pero las colas siempre encierran algo más. En la mesa más próxima, dos parejas esperaban su consumición con el móvil en la mano. En este caso hablaban, y mucho, sobre lo que fuese que estaban viendo. Mientras esperaba mi turno, pensaba en la crónica de la semana pasada de mi compañero Javier Becerra, esos adolescentes hipnotizados con el móvil. Y sí, me dije, ellos son el reflejo de lo que les mostramos los adultos. Una mesa más atrás, merendaba una pareja con un niño. Ella se llevaba a la boca la cucharilla llena de chocolate, de forma mecánica. Él miraba de frente, probablemente a nada en concreto. El niño se entretenía con el móvil. Apenas llegaba con la barbilla al borde de la mesa. Durante aquel tiempo, ninguno dijo nada, hasta que el padre le ofreció un churro al niño y la madre se lo pasó, envuelto en una servilleta. Con el churro en una mano, el pequeño siguió manejando el teléfono.

«¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante sin nada que decirse?», pregunta Albert Finney a Audrey Hepburn en Dos en la carretera. «Los matrimonios», responde ella. Si Stanley Donen dirigiese de nuevo esta maravilla, Hepburn podría responder «cualquiera», y acertaría. Mirando a aquella pareja con el niño, recordé la primera vez que mi hijo me dijo «deja el teléfono». Y escurrí el móvil en el bolsillo con una terrible sensación de vergüenza. Hasta ese momento, lo llevaba en la mano sin ninguna razón, como si fuese a atender en cualquier momento la llamada del siglo. Una extensión de mí misma de la que me encantaría deshacerme en esos momentos en los que me reconozco en los mismos comportamientos que critico.

 (Mi hijo me recibió corriendo en cuanto me vio salir con la bolsa de churros y chocolate, meneando su gorrito, con uno de esos abrazos que dan la vida. El móvil, este domingo, se quedó en el bolsillo del abrigo).