29 may 2011 . Actualizado a las 10:55 h.

Conocí a Raulín un día de otoño del 2004 en un parque de Fort Lauderdale, al sur de la Florida. A sus 64 años, trabajaba como voluntario en la campaña electoral de Kerry. Aquella tarde de calor tropical, Raulín revisaba con la mecánica de la rutina los carnés de prensa. Hasta que sus ojos pequeños se iluminaron y, con acento dulzón y voz imponente, me hizo saber que estaba en casa: «¿La Voz de Galicia? Mi padre era de La Coruña». Fue el comienzo de tres días inolvidables en los que Raulín fue el mejor anfitrión en un planeta, el de los cubanos de Miami, demasiado complejo como para entenderlo en un viaje fugaz. Hijo de gallegos, había nacido en La Habana, pero a los 19 años se vio en una balsa camino de un país extraño. Ya en tierra firme, alguien que movía los hilos decidió que el destino de Raulín era Chicago. Trabajó en la fábrica de teléfonos fundada por Graham Bell y se convirtió en un líder sindical.

Cuarenta años después vivía en Florida, «el país latinoamericano más cerca de EE. UU.». Comimos arroz con pollo en el café Versalles, el parlamento de los cubanos en el exilio, y en ese entorno hostil le vi pedir el voto demócrata y denunciar las tropelías estadounidenses en Irak. «El futuro de nuestros nietos está en manos de Bush, no de Fidel», clamó entre abucheos.

Hablamos la noche en que América volvió a votar a Bush. Y me aseguró que el próximo presidente de EE.UU. sería negro y se llamaría Barak Obama.

Con cada eco de Cuba, cuando las dos orillas se acercan o se separan, me acuerdo de Raulín, del arroz con pollo en el Versalles, y de todos los indignados que navegan con firmeza contracorriente. Raulín: cubano y demócrata, estadounidense y gallego.