Luis Enrique no será uno más en la larga lista de la era Mouriño al frente del Celta. Porque desde su desembarco no ha resultado indiferente a nadie, por sus métodos, sus decisiones y sus terquedades. Y sobre todo, porque el celtismo ha vivido una temporada que casi nadie podía adivinar cuando el día de Reyes el equipo caía, por última vez, en zona de descenso.
La controversia acompañó a Lucho de principio a fin. Porque el Celta mintió desde el primer día sobre la duración de su contrato, casi al mismo tiempo que se escucharon los primeros cantos de sirena que le colocaban, ya entonces, en el banquillo del Camp Nou.
Lucho ha sido el hombre del andamio y de las decisiones arriesgadas. Pero al mismo tiempo ha pecado de terquedad y de poca mano izquierda. Su paso por Vigo quedará asociada de por vida a su adicción por dirigir desde el amasijo de hierros que el club le tuvo que construir por una importante cantidad de dinero. Desde ahí ha sido capaz de ver la posibilidad de jugarle al ataque a todos los rivales sin mirarles el escudo, sino directamente a la cara. Desde ahí se inventó hasta a un Krohn-Dehli como pivote defensivo; y fue capaz de montar semejante puzle que apenas ha repetido una alineación.
Pero desde ahí le faltó cintura para reaccionar cuando los rivales le adivinaron todos los trucos y las vías de agua que el asturiano tardó en tapar una eternidad. También autocrítica para asumir su error en vez de culpar al mensajero, esa especie que seguro llevaría a la extinción si de él dependiese. Quizás aquellas obcecaciones le han privado de una temporada todavía más espectacular.
Pero el Celta ha sido un trampolín para Luis Enrique. Su futuro como entrenador presentaba dudas después del varapalo de la Roma, pero en Vigo ha superado el examen como estratega para la élite en el fútbol español. El Celta ha sido su campo de prácticas. Ahora le queda el examen final, pero en Vigo nunca será indiferente.