En medio de la adversidad, cuando la oscuridad acecha, surge la luz, el brillo. Ese que rodea a Rubén Blanco y que bien podría llamarse magia. Porque solo así se explicaría la serenidad y confianza con la que el niño de Mos defendió la portería del Celta.
La madurez de Rubén va contra natura. No entiende de tensiones innecesarias ni presiones excesivas. Solo de hacer su trabajo con una veteranía más propia de un portero de vuelta de todo, que de un juvenil que se ha acostumbrado que se ha acostumbrado a trabajar codo a codo con la élite y al que no le pesa lo más mínimo la vitola de joya de la corona. A Rubén no le asustan los retos cuando de fútbol se trata. Quizás por eso ayer no le tembló e pulso a pesar de que nada más pisar Balaídos 30.000 miradas se posaron en él. Fue impermeable a la ovación que la grada le rindió en el arranque y a cada aplauso que acompañaba a cada una de sus intervenciones. Porque el número 26 celeste, con su cara de buen chaval, cuando se enfunda los guantes y se sube las medias, se abstrae del mundo. Solo ve fútbol.
Rubén ni titubeó cuando tuvo que hacer una doble parada a Verdú cuando peor lo estaba pasando el Celta. Ni cuando Sergio García remató un balón desde fuera del área. En sus dominios, el tiempo fluye a otro ritmo. Al ritmo de sus reflejos. Al que que él impone, y que no entiende de prisas. Porque cuando Rubén necesitó sacar el balón jugado, lo hizo, y cuando la ocasión requería enviarlo lejos de su área, también.
Por todo eso, por ayudar a salvar al equipo, ayer Rubén salió a hombros de Balaídos. Por la puerta grande.