Echo de menos salir a «correr os entruidos»

Marta López CRÓNICA

CARBALLO

06 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

De niña, era mi época favorita del año. Ante nosotros se abría un mundo de posibilidades, ponerte en la piel de otra persona, animal u objeto inanimado era lo mejor del mundo. Y más aun si recibías un buen aguinaldo por ello.

El carnaval era sinónimo de «ir correr os entruidos» por las casas del pueblo, o incluso por toda la parroquia. Si teníamos suerte y había pocos niños en la zona, pues menos cabezas a repartir. Íbamos, casi siempre, en grupos. Muy pocas veces en solitario, porque si montabas una buena performance grupal la posibilidad de conseguir más monedas aumentaba.

Por supuesto, la mayoría de disfraces eran absolutamente caseros. Muy elaborados, eso sí, porque el objetivo era que nadie te reconociese en tu gira por la parroquia. Mi mayor éxito lo tuve vistiéndome de abuela. Me puse una falda negra que, por estatura, me llegaba casi hasta los tobillos; un mandil raído de cuadros y una toquilla negra con olor a cerrado y a humedad, por todo el tiempo que llevaba en el fondo del armario.

Para que no me reconociesen me compré una careta de David Bisbal que traía peluca incorporada. ¡Menudo invento! Le recorté la careta, ingeniándomelas para convertir aquel pelo rubio y rizado en un buen moño «de abuela», cubierto por un pañuelo negro, y me puse la careta más terrorífica que encontré por casa. Para acompañar, el bastón de rigor y unos zapatones tres o cuatro tallas más grandes que tenía que ajustarme cada poco. Hoy en día me hubiesen dicho que aquel disfraz era más propio del Samaín, pero entonces molaba, y mucho.

Y de esa guisa emprendí camino hacia Xora (Treos, Vimianzo), donde me esperaba un grupo de amigos a los que solo veía llegado el carnaval para unir fuerzas en la misión: a más terreno cubierto, más propina para gastar después en chucherías (porque no ahorrábamos ni un euro).

De la veintena o treintena larga que recorrimos ese día, puedo afirmar con seguridad que nadie me reconoció. Un trabajo fino, de precisión y muy bien hecho.

Al terminar la jornada nos quitábamos las caretas y nos dirigíamos al bar, taberna o ultramarinos más cercano para hacer bote y darnos un festín. Casi siempre a la casa Landeira, a Treos, donde nos hacíamos con un extra de los dueños y de los clientes que estuviesen por allí.

Entre la falta de niños y la pérdida de esta tradición, mi hermano, algo más de nueve años más joven que yo, ya no vivió nada de eso. Me apena que el fin de semana grande del Entroido no se vean por las calles de las aldeas grupos de niños de casa en casa pugnando por su aguinaldo. Y estar sentado junto al fuego en un frío domingo de carnaval y no tener que levantarte tres o cuatro veces para responder a la llamada de los «entruidos».