En su libro Antifrágil, Nassim Taleb defiende que lo que hace a Suiza uno de los países más seguros, estables y prósperos del mundo -80.000 euros de renta per cápita por los 30.000 de España- es que nadie conoce el nombre del presidente.
El pensador libanés esgrime que esto ocurre porque son los cantones, y no el estado, los que marcan la agenda política. Es la gente, y no los grandes políticos, los que mandan. «Esta forma de dictadura desde abajo ofrece protección contra el romanticismo de las utopías», afirma. En Suiza, tanto la instalación de un parque infantil como la construcción de una autovía pasa por las urnas y el escrutinio de miles de ciudadanos.
No suelen tomarse decisiones frívolas y es por eso, por lo anodino de su día a día, que la Confederación Helvética ha sido el refugio elegido por personajes históricos de toda afiliación política. Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, preparó allí su Revolución de Octubre de 1917. Nabokov se exilió en Montreux tras escapar de la Rusia de Lenin. ¿Casualidad del destino? Voltaire, el pensador y millonario francés, se escondió en Suiza huyendo del fisco, del rey de Francia y de la Iglesia. En la República, mientras los países guerrean y entran en crisis, ellos crecen porque exiliados, empresas y dinero encuentran allí la estabilidad que les falta en sus patrias. Que sea legítimo o ético, me refiero al dinero opaco, es algo que merece otro artículo.
Lo que sí podemos extraer es que un pueblo siempre sale ganando cuando despoja a políticos ególatras de su poder. Quizás sea menos divertido. Pero parece mejor idea votar la instalación de un estanque de patos que encontrarse un aeropuerto sin aviones.