La arraigada tradición de quemar libros

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach GONZALO TRASBACH

BARBANZA

Sandra Alonso

09 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Andamos leyendo un volumen que trata de la historia del libro, por decirlo de forma sencilla, en todos sus formatos, desde la escritura en lajas de piedra, tallada en madera, papiros, rollos y otros materiales, hasta la llegada del papel. Pero también de los templos en que se ha conservado guardado y clasificado casi todo lo escrito a lo largo de la historia de la humanidad, todos esos frágiles objetos, así como las múltiples tribulaciones y vicisitudes que han pasado esas instituciones, desde la gran biblioteca de Alejandría hasta las más pequeñas y modestas bibliotecas e incluso humildes librerías. El relato da cuenta de los muchos ataques y atropellos que han sufrido tanto los libros como el arte en general, desde el mismo momento en que los humanos aprendieron a leer hasta nuestros días. En este sentido, conviene recordar que ya Heinrich Heine (1797-1856) había dicho: «Donde se queman primero libros, luego se queman personas».

Enlazando con esa certeza del poeta y ensayista alemán, en el libro El infinito en un junco (Siruela), de la zaragozana Irene Vallejo, se cuenta que la inquina contra los libros viene del fondo de los tiempos: «Es una vieja tradición firmemente arraigada en la historia de la humanidad», subraya la autora. En este aspecto, constituyen una constatación irrefutable las tres destrucciones que sufrió la gran biblioteca de Alejandría, aquel sueño de un joven guerrero macedonio llamado Alejandro, antiguo discípulo de Aristóteles. Desde aquellos lejanos días para aquí, «no ha descansado la interminable batalla contra los prejuicios».

Después de los dos primeros ataques, la biblioteca reaparece cuando Alejandría cae en manos musulmanas, en el 642 de la era cristiana. Luego de tomar la ciudad del delta del Nilo, Amr Ibn al-As, comandante de las fuerzas que la conquistaron, hace un inventario de lo que se encuentra dentro de la capital de Occidente, inventario de su gran riqueza y belleza. También de los numerosos libros que duermen entre el polvo de los anaqueles de la gran biblioteca. Envía su informe a Omar I, el califa, al que solicita indulgencia para lo que atesora el imponente edificio. Sin embargo, al recibir la contestación de su señor, experimentó una enorme decepción. Este le decía: «Si el contenido de los libros coincide con el Corán, son superfluos; y, si no, son sacrílegos. Procede y destrúyelos».

Aún dolido, Amr obedeció. Empleó los libros como combustible para las estufas de los 4.000 baños públicos de la urbe. Se cuenta que se necesitaron seis meses para quemar aquel tesoro. Únicamente se salvaron las obras de Aristóteles. «Entre el vapor de aquellos baños, la utopía de su discípulo Alejandro ardió crepitando hasta el silencio de las cenizas sin voz», resalta Irene Vallejo. La devastación siempre ha sido una tendencia exitosa. Recordemos el bibliocausto del siglo XX: las bibliotecas bombardeadas en las dos guerras mundiales, las hogueras nazis, la Revolución Cultural China, las purgas soviéticas, la caza de brujas, las dictaduras y totalitarismos... El XXI arrancó con los saqueos de museos y bibliotecas de Irak.

La gran biblioteca ardió varias veces hasta su aniquilación. Pero algo siempre se salvó. El esfuerzo de siglos por salvaguardar algo de la herencia de la imaginación humana no ha caído en saco roto. Y esto es así porque, pese a todas las hecatombes habidas siempre ha pervivido en el tiempo una inextinguible y minoritaria comunidad de lectores y libreros, criaturas que se las han agenciado para proteger su pasión y amor por el frágil legado de las palabras, con las que han construido refugios contra el espanto. En este sentido, John Cheever, escritor norteamericano y explorador de las sombras del alma humana, dijo: «No poseemos más conciencia que la literatura... La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes y vencido la desesperación».