Mafalda estaba sentada en un banco del jardín de la vida. Tenía la mirada clavada en una lagartija que indolentemente tomaba el sol de primavera sobre una piedra redonda, como un pan recién salido del horno. Era hermosa como un cometa. De hecho lo parecía. Tenía la cabeza estilizada y diminuta como una gota carmesí que se hubiera caído de una nube roja. Su cuerpo era esbelto y elástico, una elipse perfecta que poco a poco se iba estrechando hasta rematar en una cola nerviosa, en aquel momento dormida, que derramaba su tersura esmeralda sobre su cama mineral.
Mafalda estaba absolutamente absorta contemplando aquel milagro detenido en el tiempo que le brindaba, sin pedir nada a cambio, una copa de naturaleza destilada de la que bebió hasta sentir que flotaba. Había llegado al éxtasis. Empujada por el aroma de los nardos que abarrotaban el jardín, comenzó a levitar hasta llegar a los confines de la atmósfera. Nuestro planeta resuelto en un azul intenso por el lápiz de Dios, al igual que ella, flotaba en el vacío rodeado de columpios de estrellas en los que se balanceaban millones de lagartijas abarrotando de verde la oscuridad que se adivinaba al fondo.
Aquella paz, aquella ingravidez, aquel canto que provenía del otro lado de la luna, era la alegría de vivir. La conciencia tranquila, el vecindario amable, el hambre inexistente y la enfermedad derrotada. Aquella lagartija que tomaba el sol por la misma razón que ella, Mafalda, acudía a beber a las fuentes de aquel jardín encantado, daba sentido a todo aquello que la rodeaba. Su familia, la escuela, sus amigos, sus juegos... Entonces sobrevino el desastre. Tuvo un presentimiento y se estremeció. Ocurrió un ruido inenarrable. Se produjo una algarabía soez y los nardos se ocultaron de la luz. El jardín se tornó súbitamente sombrío y los pájaros huyeron desterrados al este del Edén. Mafalda se notó infinitamente aplastada por la presión mientras, a toda velocidad, se precipitaba desde las fronteras de la luna sobre la tierra que se había vuelto inhóspita y salvaje, desordenada y agresiva.
Volvió atrás como el péndulo de un reloj y, colgada un momento de los hilos de un minuto paralítico, pudo ver la piedra y la mano que la impulsaba hasta estrellarla en el cuerpo feliz de la lagartija. Su sangre, roja como un torrente de rubíes, comenzó a fluir sobre la cama de piedra y, aquel solario virgen comenzó a pudrirse y a desprender un hedor insoportable.
Sentada en su banco del jardín de la vida, Mafalda aterrorizada, miraba a aquel niño rubio de piel rosácea, fanfarrón y altanero que reía como un ogro de cuento que no era cuento. En aquel instante recordó Mafalda su reciente paseo más allá de las nubes subida a lomos de su cometa lagartija viendo como el mundo giraba y giraba en el vacío portentoso de la ingravidez. Se bajó del banco y se acercó al matón. Lo miró a los ojos hasta hacerlo sudar frío y temblar como una gacela acorralada por un león y entonces pronunció su oráculo: «¡Paren el mundo que me quiero bajar!».
Acurrucada en las viñetas de Quino, Mafalda sigue esperando. En cuanto a mí, esta es mi oración de cada noche antes de dormirme angustiado por si alguien me escucha, más allá de las fronteras de este Paraíso perdido.