El país de Nunca Jamás

MAXI OLARIAGA

BARBANZA

MAXIMALIA | O |

07 may 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

FÍJENSE EN esa foto. Estamos doblando los revolucionarios años sesenta que explosionaron en el 68 compostelano y francés. Desde las aulas, desde las fábricas, desde las artes, se lanzó el hasta ahora último gran grito por la salvación del mundo. No fue escuchado por aquellos a quienes iba dirigido. Ya entonces sabían muy bien hasta donde querían llegar y todos los pasos que deberían dar para conseguirlo. En 1964, los Estados Unidos ya había comenzado su aventura fatídica en Vietnam y, mientras estos chicos de la foto estudiaban geografía, el mapamundi empezó a volverse loco. Aquí nada se movía. En el perfecto paralelogramo de la Plaza do Tapal, con vistas al pórtico de San Martín, estudiaba esta generación en el Colegio San Marcos, hoy Casa da Agra y Club de Jubilados. Era un colegio privado que, cigarrillo en mano, dirigía doña Charo Calvo, inolvidable. Allí me batí yo el cobre traduciendo La Ilíada y La Eneida . Verso a verso, como dice Machado, Pepe Agrelo me descubrió la fuerza de Homero y de Virgilio dirigiendo con pulso firme el timón de aquella nave de la que yo era marinero. Recorrimos todo el Mediterráneo. Con Odiseo llegamos hasta Ítaca, la deseada, y rescatamos a la paciente Penélope de las garras de sus haraganes pretendientes. Con Eneas nos enteramos de la razón por la que Troya fue destruida. El héroe se lo cuenta a la hermosa reina Dido y, al traducir, nos integrábamos en la historia con tal realismo que unas mañanas eras el viejo rey Príamo o el pavoroso Aquiles. Por la tarde te convertías en Niso o Euríalo o en un hechizado cerdito de la maga Circe. Fluidos inesperados Sentías los pasos erráticos de Polifemo ciego o te dabas un baño de sangre de semidioses luchando al lado de Ayax, de Héctor o de Menelao mientras la turbadora mirada de Helena, desde los altos torreones de Ilión, te descubría que dentro de tu cuerpo despertaban fluidos inesperados burbujeando bajo la piel como géiseres abrasadores. La ciencia, la cultura en aquellos años, se pegaban al alma de un modo indisoluble. Aquella enseñanza, tanto pública como privada, seguramente debido a las jóvenes generaciones que se incorporaban para impartirla, se había convertido en una aventura del saber, como acertadamente titula un programa de televisión. Aquellos profesores con ganas de enseñar se encontraron con un alumnado ávido de aprender y con un chasquido de yesca y pedernal, en aquel chispazo, se produjo el milagro. Aquellas generaciones fueron, ¿cómo no?, las que despertaron de la modorra a los viejos generales y les hicieron temblar las charreteras sobre los hombros y el polvo de los cuarteles bajo sus botas. Estrecha convivencia En aquel Colegio San Marcos se convivía en tan reducido espacio que forzosamente se compartían todas las penas y las alegrías del alumnado y el claustro. Y creo que además de todo aquello que se aprendía en las clases, fuera del aula, en los roces que se producían en los estrechos pasillos, en los pasa tú, no primero usted, tan frecuentes en las puertas, se producía una ósmosis que anegaba las mentes de modo que en el ambiente flotaban libros, renglones de ciencias y letras como copos de nieve que al azar caían sobre todos nosotros empapando los jerseys de calceta casera y los zapatos a medida que todavía se manufacturaban en Noia. No pretendo comparar ese alumnado con el actual ni tampoco a sus profesores. Entonces, como hoy, soy testigo de mi tiempo, del pasado y del presente. Todos los días, todos los años son duros para la humanidad. No hay días benditos sino bellas mentiras. Por eso uno, poco a poco, se va refugiando en la belleza natural que nos rodea, teniendo a ella, suspirando por reunirse con la tierra de la que salimos para abordar la última nave que parte con nosotros hacia las galaxias exteriores. Nada material podremos llevarnos, pero todo lo que aprendimos cada uno en su pupitre, se irá con nosotros y formará parte de las nubes, del polvo de estrellas en el que navegan Campanilla y Peter Pan. Cuántas veces pienso que nunca debí salir de allí. Nunca debimos abandonar el país de Nunca Jamás. Los «niños perdidos» de la foto son Guillermo, Eliseo Suárez, Carlos M. Villados, Ramón Creo y Juanatey. Todos rodean a su profesor Paco F. Faya que, como los viejos doctores de Orford, fuma en pipa. Los nobles indios americanos creían y creen que el humo aspirado a través del calumet no hacía más que traer la paz a sus espíritus. Seguro que era cierto. Por eso casi fueron exterminados. Después de todo, eran gente que quería vivir para siempre en el país de Nunca Jamás.