La luchadora que convierte la pintura en medicina

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

AROUSA

RAMON LEIRO

«Vi a personas con depresión o párkinson que pintando dejan a un lado la enfermedad», dice Manuela

07 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Manuela Seco Prendes dice que no nació luchadora. Es más, asegura que le hubiese gustado no tener que ser luchadora ni valiente un solo día de su vida. Pero lo fue, vaya si lo fue, y lo sigue siendo. «La vida te empuja a ello, hija mía», advierte esta mujer, que es voluntaria de Cruz Roja y hospitalera del albergue de peregrinos. La entrevista con ella, precisamente, surge en medio de un acto de Cruz Roja en la Peregrina para recaudar fondos. Ahí, bajo carpa y sobre un panel, hay unos alegres cuadros, tanto realistas como abstractos, que cuentan mucho de la historia de Manuela. «¡Mira qué pinturas tan lindas, pregúntale a Manuela de qué va la cosa!», anima una técnica de la entidad benéfica. Y uno pregunta. Y Manuela se deja querer: «Son de mis alumnas, yo doy clase de arteterapia a personas mayores. Pintan y a la vez curan muchas cosas, te lo digo de verdad, hasta yo me curo mucho». ¿De qué tiene que curarse ella? «Todos tenemos cositas que mejorar, yo también tengo lo mío...», empieza diciendo. Y el relato de su vida comienza.

Manuela nació en Estribela hace 70 años. Es madre de familia numerosa. Tuvo cuatro hijos y se vio sola con ellos muy pronto, casi cuando los cuatro juntos cogían en un cesto. «Me marché con ellos a Barcelona y tiré hacia adelante», dice. Uno le responde entonces que fue valiente, que aquello debió de ser una odisea. Y Manuela insiste en que no es ninguna heroína: «No me siento más valiente que nadie, la vida me empujó y lo hice, nada más. No me quedaba otro remedio». Una vez en Cataluña, tuvo la suerte de conocer en un parque infantil a la madre de un economista que trabajaba para Adidas. Le contó que buscaba empleo. Y aquella mujer medió para que acabase cosiendo y armando tenis y espinilleras para la archiconocida marca deportiva. «Trabajaba a destajo para ellos, en mi casa. Me traían los tenis y yo tenía que echarles la cola y ponerles los cordones. Hacía unos veinte pares por noche, me pagaban una peseta por cada par», recuerda ella. También hacía apaños para comercios, desde calceta a costura. Suena a vida dura. Pero, como debe hacer con todo lo que le rodea, Manuela le saca hierro: «Fuimos saliendo hacia adelante, el resto da igual».

Hacer algo por los demás

Volvió a Pontevedra. Y continuó tirando hacia adelante. Un día se preguntó qué podía hacer ella por los demás. Sus pies la llevaron entonces hasta Cruz Roja, donde se convirtió en voluntaria. «Me parecía una entidad muy buena porque había ayudado a mucha gente, incluso a gente de mi familia. Y decidí que yo también tenía que hacer algo, poner al menos un granito de arena». A ella siempre le gustaron las manualidades. Además, había hecho algún que otro curso de pintura. Así que le propusieron dar clases de pintura a mayores. En algún momento decidió que esas clases se llamarían arteterapia. ¿Por qué? «Porque empecé a ver que personas con depresión o párkinson, cuando pintaban, se olvidaban de la enfermedad. Parece difícil de creer pero una mujer a la que le temblaba muchísimo la mano casi dejaba de temblar cuando comenzaba a pintar. Es algo que hay que verlo, reporta una satisfacción enorme», dice.

Así fue haciéndose con un grupo considerable de alumnas. Ahora mismo tiene veinte que, dice ella, son también sus veinte amigas. Uno le pregunta si parte de esa terapia es contar los problemas mientras se pinta, hablar en voz alta de las penas de cada uno, y Manuela señala que no siempre es así: «A veces tenemos un silencio sepulcral en la clase, que solo se rompe cuando llega la hora de marcharnos y la mayoría protestan porque no quieren irse», cuenta. Las alumnas pintan abstracto, bodegones, paisajes... «Lo hacen de maravilla y pintan con los pinceles o con las manos», señala la maestra, tan entusiasmada como orgullosa.

Dice Manuela que el tiempo, aunque parezca que siempre es poco, en realidad es mucho. Por eso ella buscó más ocupaciones. Varias tardes al mes se convierte en hospitalera. Sí. Es una de las voluntarias de la Asociación del Camiño Portugués que dan calor de hogar al albergue de peregrinos. Le entusiasma el Camino. «Hice todas las rutas jacobeas ahora de mayor y la verdad es que son fantásticas, el Camino tiene algo especial», defiende.

Pero ni Camino ni Cruz Roja. Cuando la confianza ya manda y Manuela se suelta sale a relucir su gran pasión. Cuenta entonces que lo que más le llena, lo que verdaderamente da sentido a su existencia, son las tardes en las que se convierte en abuela. Tiene siete nietos, algunos en Vigo y otros en Pontevedra. Dice que, aunque parezca que los que ganan estando con ella son los niños, porque los cuida y los lleva al parque, en realidad, la que más beneficio lleva es ella: «Cuando estás con ellos aprendes lo mejor que hay en este mundo, aprendes a ser generosa», sentencia.

Luego, Manuela sonríe y sigue a lo suyo con Cruz Roja. Es el Día de la Banderita y ahí está ella, ayudando. Va vestida de azul oscuro. Pero lleva un pañuelo de alegres colores. Parece una metáfora de su forma de ser. Ella confirma que lo es: «Aunque todo parezca difícil, siempre hay algo alegre a lo que agarrarse», dice.