El peñasco terapéutico, entre pinos y bateas

manuel blanco VILAGARCÍA / LA VOZ

AROUSA

Donde el sol se acuesta: Punta Cabalo (A Illa)

09 ago 2015 . Actualizado a las 09:19 h.

Adoro el sol. Lo confieso. Fui reclutado cuando era un cachorro por ese ejército de ciudadanos tostados que se recargan como pilas cuando resplandece. Como con el marisco, me da igual cómo lo sirvan: el tímido de buena mañana, el de justicia de después de comer... Supongo que ser un soldado del astro rey influye en la fascinación que siento por los atardeceres. En la magia de contemplar embobado cómo se retira cada tarde con la cadencia que uno solo encuentra en las cosas buenas de la vida. El sol es como una madre. Puede que te abandone en algún momento, pero en el fondo vivimos con la certeza de que volverá. De que siempre estará ahí.

O Salnés es pródiga en puestas de sol. Hay una postal en cada esquina. Sospecho que a veces nos cuesta valorarlas. Si las vemos en Punta Cana retornamos a casa hipnotizados por el momento y con el móvil echando humo por las cien mil fotos que hemos sacado. Pero en esto de poner en valor lo nuestro ya se sabe... La proximidad tiende a nublar el juicio.

Mi rincón está en A Illa, un pequeño mundo dentro de mi mundo. Un paraíso terrenal, qué les voy a contar, pero también emocional. Que cada uno construye su universo personal donde quiere. O le toca. En A Illa, el sol se acuesta con la elegancia de quien se sabe en un sitio único. Especial. Y en el faro de Punta Cabalo, el lugar que nos ocupa, se funde con el Atlántico en armónica simbiosis.

Hay algo turbador en esa escena. Ver cómo se desmaya el astro rey hasta ahogarse en el mar detiene el tiempo. Los segundos se convierten en horas. Un espacio para la introspección, para la nada más absoluta. Para regenerar la mente, sostiene mi adorado Oliver Sacks, nada tan oportuno como vaciarla.

Un cuadro impresionista

En el faro de Punta Cabalo, las puestas de sol tienen ese punto lírico que hace segregar endorfinas. Allí sentado, a caballo sobre el mar en el corazón de la ría de Arousa, uno mira al horizonte y recibe a cambio un cuadro impresionista. El mar, siempre azul, vestido de rojo. O de gris. Y percibe plenamente la identidad del entorno: las bateas como metáfora de una industria que es, sobre todo, una forma de vivir. De sentir una ría que, pese a lo mucho que la maltratamos, se empeña en regalarnos día tras día toneladas de riqueza.

El faro de Punta Cabalo es solo un peñasco. O no. Quizás sea mucho más que eso. Acaso Galicia en su esplendor. Porque está la ría, el Atlántico, ese olor a salitre que agita los alveolos... Pero también el verde, un ejército de pinos, aquellos que Pondal convirtió en el símbolo de las tierras de Breogán. Los encontrará a su espalda, imponentes, en la coqueta falda del monte en la que cada año, por San Ramón, los isleños se van de picnic.

Vivir una puesta de sol en Punta Cabalo es algo que no debería dejar pasar. Le hará bien, seguro. Y si no resulta, bájese al pueblo, entre en una de sus tabernas e hínquele el diente a su oferta gastronómica. Eso nunca falla. Hágame caso.

«Novela de ajedrez»

Stephen Zweig, el genio proscrito por el nazismo, le regaló a la humanidad en la primera mitad del siglo XX relatos de una intensidad y calidad impagable. «Novela de ajedrez» es uno de ellos. Un cuento sobre la profundidad de este mágico juego, pero por encima de todo sobre la condición humana. Lo leerá en una tarde de playa, justo antes de irse a ver la puesta de sol. Son poco más de cien páginas magistrales. Lo simple casi siempre es bello.