No me gusta el verano. O sí.

iNÉS rEY SUMMER DAYS

AL SOL

16 jul 2018 . Actualizado a las 13:15 h.

De todas las cosas que me han diagnosticado a lo largo de mi vida, desde la varicela a la intolerancia a la lactosa, a nadie se le ha ocurrido que soy meteorológica y estacionalmente ciclotímica. Por ejemplo, cuando era pequeña adoraba la época de la Navidad y todo lo que conllevaba esos días del año. La falta de luz y el frío glacial me parecían lo mejor para la presencia de espíritu. Sin embargo, pasados los veinte, era impensable disfrutar con eso. Normal.

Con veinte años a nadie le puede gustar la Navidad, porque nadie disfruta de esa felicidad impostada que fluye por todas partes, de tanto abrazo fraternal y felicitación, de tanto anuncio de colonia. Con 20 años lo que hay que estar es contra el mundo, porque lo contrario no se entiende de ninguna manera. Afortunadamente en la vida todo se cura, la imbecilidad de los veinteañeros también, y entrada la década de los treinta ya puedes convivir perfectamente con el espíritu navideño cuando el año enfila sus últimos días, sin que ello despierte tus instintos más bajos.

Con el verano me pasaba algo parecido. El verano duraba exactamente lo que tiene que durar una estación, tres meses. Ni más ni menos. Ahora ya no dura tanto, claro. Con suerte acumulas todas las vacaciones del año para disfrutarlas en agosto de golpe. O sin suerte, porque agosto pasa tan rápido que cuando a alguien se le escapa eso de «pues parece que los días son más cortos» ya tienes un pie en octubre y el otro en un charco, mientras se iluminan las primeras luces navideñas y la gente empieza a comprar la lotería de Navidad.

Sea como sea, a mitad de julio sigo sin pisar la playa, ni la piscina, ni nada que no sea una oficina con un aire acondicionado tan fuerte que parece febrero. Así que, llegado a este punto, me surge una duda. No sé si me gusta el verano, o no me gusta trabajar en verano. O sí. Yo qué sé. El tema es que se cruzan ambas cosas.