Cuando se vio en el helicóptero sobrevolando la jungla se prometió a sí misma que no daría a conocer «los detalles sórdidos» de su cautiverio. Cuando se le pregunta, la voz se le quiebra y reconoce haber sufrido «torturas, vejaciones y humillaciones».
Esconde los detalles, pero pone los pelos de punta oírla decir que «no era un tratamiento para un ser humano? ni para una planta».
Durante tres años la mantuvieron encadenada «todo el tiempo, 24 horas sobre 24 horas» para evitar que intentara una nueva evasión tras sus cinco tentativas. Las marcas en el cuello, en las muñecas y en los tobillos lo atestiguan.
«Es terrible decirlo, pero cuando a uno la tratan como a un perro, acaba por comportarse como tal». La salvaron la religión y las noticias que le llegaban de su familia a través de la radio internacional. También alejaron de su mente la idea de quitarse la vida. «La muerte es la compañera más fiel de un rehén. La tentación del suicidio, cotidiana».
Pensó que llegaba su hora cuando el año pasado cayó gravemente enferma. «No podía moverme, no podía beber», hasta que el soldado enfermero William Pérez, también rehén, la tomó bajo su protección e incluso le consiguió medicinas.
Recuerda la selva como una pesadilla, «sin cielo, sin sol, siempre bajo un techo verde? todo lleno de bichos espantosos». Se reconoce «muy ecologista, pero era demasiado».
Calcula que le hicieron andar unos 300 kilómetros cada año a través de «un mundo hostil, lleno de animales peligrosos? y el más peligroso, el hombre, el que iba tras de mí con un fusil y me empujaba para que avanzara más rápido».
En la jungla, «las cosas más pequeñas son un lujo». Al principio, un cepillo de dientes o una pastilla de jabón. Pero en los últimos meses faltaban incluso los alimentos. «No comíamos ni frutas ni verduras, las botas que nos daban para las marchas estaban usadas y rotas, y dormíamos en cabañas destrozadas o en tiendas que había que coser constantemente». Pero lo que más le hizo sufrir fue «la maldad de los hombres».