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La enfermedad de las familias que no pueden dormir: «Con el insomnio familiar fatal vives tu propio duelo»

Enfermedades

Lucía Cancela La Voz de la Salud
Juana, en la foto con su hijo, familiar de pacientes de insomnio familiar fatal.

Alberto Martínez cuenta la historia de su familia, en la que su abuela, padre y hermano fallecieron por esta enfermedad | Juana Sánchez teme que su hijo haya heredado esta patología | El insomnio familiar fatal provoca la muerte en unos meses

15 May 2023. Actualizado a las 13:56 h.

En la actualidad, el insomnio familiar fatal es una enfermedad con un final de sobra conocido. Una patología que, una vez diagnosticada, deja poco hueco a la esperanza. No tiene cura y lo único que pueden recibir los pacientes son cuidados paliativos, mientras tanto, los familiares se hacen a la idea de una despedida. Es neurodegenerativa, rara y pertenece a la familia de las enfermedades priónicas. 

España concentra el 70 % de los casos en todo el mundo y, se calcula que un gran porcentaje parte de la Sierra de Segura, de Jaén. La incidencia también es elevada en Navarra o Álava, dos provincias que solo tienen en común con la primera su terreno montañoso. Alberto Martínez vive en Barcelona, aunque es de esta provincia andaluza. Su historia es de las que pesa en la conciencia de todo aquel que la conoce. Quiere visibilizar la enfermedad para conseguir más: más atención, más fondos, más esperanza de vida, pero reconoce, al mismo tiempo, que vive acompañado de la incertidumbre. Hace una lista de los afectados en su familia, «mi bisabuelo, mi abuela, mi padre y mi hermano», y de los que puede que lo estén, «en esta línea directa yo y después, mi hijo». 

También sabe que una de sus tías es portadora sin haberse hecho un test genético porque su hijo falleció hace casi un año por ello. «Es lo peor que le puede pasar a unos padres», dice Alberto, «parece que va en contra de la naturaleza». Además, en esta línea de segundo y tercer grado, «hay una familia de nueve o diez hermanos (no lo tiene claro), de los cuales han muerto seis y hay otra diagnosticada, también porque uno de sus hijos se murió». 

«El paciente deja de cumplir con las funciones básicas y acaba falleciendo»

La abuela de Alberto falleció a comienzos de los ochenta. Por aquel entonces, «no es que hubiese poca información, sino que era nula». Recuerda que decían que había muerto por lo mismo que su bisabuelo, con quién también había compartido síntomas. Dos réplicas exactas de la enfermedad que por aquel entonces no tenía nombre, «era una muerte extraña». No fue hasta finales de los noventa cuando, sin más remedio, tienen que volver a enfrentarse de bruces: «Mi padre cae enfermo en el 97 justamente con los mismos síntomas. Empezamos a buscar más información,pero todavía era poco veraz e incompleta». Por suerte, encuentran respuestas con un doctor que les confirma el diagnóstico: «Nos dijo que cien por cien mi padre tenía, lo mismo que mi bisabuelo, abuela y, probablemente, otros ancestros, insomnio familiar fatal». La esperanza era cero y el desenlace la muerte: «No sabes cuándo sucederá, pero por fallos neurológicos, el paciente deja de cumplir con las funciones básicas y acaba falleciendo», describe. 

En el caso de su familia, lo primero en manifestarse con la enfermedad fue la pérdida del control del tren inferior, «porque el área del cerebro encargada de gestionar esa parte es de las primeras partes que deja de funcionar con normalidad». Le siguieron alguna alucinación, delirio, dificultades en el tren superior o para hablar. «Es una pérdida cognitiva severa», resume Alberto que, para explicar el progreso de la enfermedad, dice: «Es como un alzhéimer, que en lugar de durar diez años, dura de seis a doce meses», precisa. El nombre de la patología, insomnio familiar fatal, solo se debe a que este es uno de los muchos síntomas. 

Encontraron al equipo de Joaquín Castilla de casualidad. Él es investigador de la fundación Ikerbasque que trabaja en el CIC bioGune de Derio (Vizcaya), en el que se enmarca  el Laboratorio de Enfermedades Priónicas. «Nos pusimos en contacto con él porque mi hermano empezó a tener síntomas. Enfermó con casi 30 años y falleció con 37. Esto no es lo habitual, porque si no es el más longevo, es de los que más tiempo ha estado padeciéndola», explica Alberto. También sabe que esto no es lo ideal. 

Días de altos, de bajos, de tristeza y de euforia desmedida

Él fue consciente del diagnóstico de su padre con 19 años. Le cuesta describir con palabras cómo lo vivió. Reconoce que lo llevó mejor con esa edad, que con 40, «porque al menos piensas que, como no es normal que debute antes, aún te queda tiempo». Aunque, como dice, luego nunca se sabe. Él y su familia pasaron por todas las etapas: «Vives tu propio duelo y el de los familiares que están contigo en ese momento». Es una imagen que cuesta dibujar en la cabeza de quienes no lo han vivido. Se atreve a compararlo con estar enamorado: «Puedo intentar explicar qué se siente al estar enamorado, pero hasta que de verdad sucede, no lo sabes». 

En su vida hay días de altos, de bajos, de tristeza, de euforia desmedida y de una melancolía que arrebata: «Tengo un hijo y vivo con la intensidad de querer estar con él las 24 horas del día, los 365 días, porque no sé si el año que viene voy a estar aquí». Escuchamos cómo Alberto se emociona al otro lado del teléfono. Como para no hacerlo. 

Existe la posibilidad de hacerse una prueba genética para adivinar una especie de futuro. «Es muy fácil hacerlo, pero entramos en la tesitura de preguntarse quién se la haría. Yo opto por el no, pero cualquier decisión es igual de respetable», señala, para después añadir: «Prefiero vivir con la esperanza». Cree que habrá mucha gente que haya dado positivo y se haya callado o que, por el contrario, haya dado negativo pero les inunde la culpabilidad: «Piensan “¿por qué yo no y mi padre o mi hermano sí?”». 

Pese a la gravedad que supone esta patología, como familiar de pacientes se siente abandonado. «Imagínate si todo el mundo saliese a manifestarse, si hubiese millones de personas en Madrid, Barcelona o A Coruña reclamando medidas. Los poderes pondrían encima de la mesa todo esto, habría comisiones de estudio o más becas. Pero como no somos rentables a nivel económico, y mucho menos, a nivel político, nos sentimos abandonados», dice en referencia a los pacientes afectados no solo por insomnio familiar fatal, sino por cualquier otra afectación rara y minoritaria. 

Siendo consciente de la dificultad de la situación, Alberto mantiene la esperanza de que «esta pesadilla» se convierta para las generaciones futuras «en un sueño placentero». Su hijo tiene ocho años y no sabe nada, «pero espero que cuando tenga 18 o 20, le pueda decir que todo este problema ha durado mucho tiempo, pero que ya no se tiene que preocupar». 

El marido de Juana falleció con 38 años

El insomnio familiar fatal también causó estragos en la vida de Juana Sánchez. Sergio, su marido, falleció a causa de esta enfermedad cuando tenía 38 años. Son naturales de Cortijo Nuevo, un pueblo de Jaén. «Yo sabía que en su familia existía la patología, pero nunca te imaginas que te puede tocar a ti. A los 5 o 6 años de casarnos, empezó a sentirse mal». Él trabajaba en el campo, y como uno de los primeros síntomas fueron dolores de cabeza, lo achacaron al cansancio. «Pasamos por varios médicos pero su hermana, mi cuñada, ya me dijo: “No busquéis más, que él tiene la enfermedad de nuestra madre». La suegra de Juana también ha sido paciente de esta alteración, «y mi marido la heredó de ella. Tenía un 50 % de posibilidades de hacerlo». A su vez, seis familiares directos también la habían padecido. 

Pese a concienciarse de que la enfermedad había llegado, decidieron confirmar el diagnóstico con un neurólogo, quién les derivó a la seguridad social para hacerse un test genético. «Antes del resultado ya sabíamos lo que tenía». Cuando lo recibieron, su hijo tenía dos años y medio. «Me quedé en blanco, porque claro, nadie conocía nada y yo no sabía qué hacer». El marido de Juana nunca había querido hablar del insomnio familiar fatal. Ni tan siquiera, cuando empezaron los síntomas: «Creo que él lo pensaba pero nunca me decía nada. Algunas veces, yo lo hablaba con sus familiares, pero él no quería tratar el tema», recuerda Juana. 

«Sabes que va a llegar un día en el que no va a estar, pero intentas no pensarlo»

La enfermedad progresó en cuestión de meses, el matrimonio vivía el día a día. «A veces no me conocía, no sabía quién era o perdía la movilidad. Todos los días era una incertidumbre de ver que era lo que le tocaba», reconoce, y añade: «Sabes que va a llegar un día en el que no va a estar, pero intentas no pensarlo». 

Como todos, trata de evitar lo negativo. Ahora se centra en su hijo, que también tiene un 50 % de probabilidades de heredarlo. No sabe cuándo, ni cómo. «Me he hecho a la idea de no pensar en ello. Y si pienso que la tiene, prefiero centrarme en que puede ser portador pero no desarrollarla, que de eso también hay casos», dice en referencia al abuelo de su marido, quién teniendo el gen falleció por otra causa. La única forma de saberlo es someterse a un test genético, algo que no todavía no puede hacer por no ser mayor de edad. 

Comparte con Alberto la idea de sentirse abandonados. No solo por los fondos destinados a investigarla, sino por el desconocimiento que se encontró, incluso, en el terreno médico. «Iba de doctor a doctor, de hospital a hospital, y siempre tenía que explicar lo que ocurría y lo que le venía mejor. Cuando nos derivaban a un centro nuevo, nos decían que si tenía cáncer porque los síntomas también eran compatibles con un tumor cerebral», señala Juana, quién insistía una y otra vez en que este no era su caso. Le costaba dar vueltas y vueltas sobre el mismo dolor. 

De igual forma, también lamenta la falta de comprensión en el terreno burocrático. «Estos pacientes duran meses. Pedí la ayuda a domicilio y tardaron tanto, que llegó 20 días antes de que mi marido falleciera», recuerda. Le sirvió de poco o «casi nada». También se encontró con problemas a la hora de solicitar la baja laboral: «Como los médicos no conocían la enfermedad, me decían que necesitaban un diagnóstico por escrito. Pero claro, a mi no me lo dieron hasta dos o tres meses después de pasar por neurología. Cuando fui a pedir su baja laboral, incluso me llegaron a decir que estaba apto para trabajar», detalla. Solo un médico de cabecera del pueblo, que había tratado a toda la familia, era consciente del insomnio familiar fatal y cómo este se manifestaba. Una patología que afecta a una persona de cada 33 millones. 

 

 


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