La crisis impulsa los nacionalismos de los ricos

OPINIÓN

18 feb 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Los barómetros que miden la presión social lo dejan claro. La principal preocupación de los españoles es el paro. La principal preocupación de los alemanes es la inmigración. Las dos piezas del mosaico no encajan. Los primeros ven la emigración como válvula de escape: la ministra española de Empleo la denomina «movilidad exterior». Los segundos la perciben como amenaza: cada vez son más los euroescépticos germanos que abogan por imitar a los suizos.

El desencaje constata que la crisis va por barrios. Golpea de forma desigual a los diversos territorios y países. Los shock asimétricos, objeto de sesudos debates en la antesala de la Unión Monetaria, no eran una invención de los economistas del dólar. Ahora sufrimos sus dentelladas en carne propia y comprobamos, al mismo tiempo, la imposibilidad de aplicar un bálsamo común, a gusto -y conveniencia- de todos.

La crisis nos pilló con el edificio europeo a medio construir. Algunos dirán que levantado con planos equivocados, pero en cualquier caso incompleto. Seamos justos: pese a su déficit democrático -son los Estados y no los ciudadanos quienes ejercen de arquitectos-, la obra estaba avanzada. Se habían eliminado las trincheras bélicas y se habían desmontado las barreras a la libre circulación de capitales, bienes, servicios y personas. Se había construido un poderoso mercado común, integrado por los veintiséis países del espacio Schengen, y se había creado una moneda compartida por diecisiete países. Aún a medio construir, era una casa habitable e incluso confortable cuando resplandecía el sol de la prosperidad.

Pero el edificio no estaba preparado para soportar terremotos como el del 2008. Fue entonces cuando los vecinos de la comunidad apreciaron las deficiencias. Los cimientos se cuartearon y amenazaron derrumbe. Las goteras se multiplicaron en la zona ocupada por los países mediterráneos. El techo común no los protegía del acoso de los acreedores, ni a sus trabajadores de la parálisis productiva, ni a sus empresarios de la sequía de crédito y la escasa demanda. Los países del norte se replegaron a sus aposentos y ahora miran con el rabillo del ojo, preocupados, la puerta de entrada que los tratados comunitarios les impide cerrar a cal y canto.

En ese caldo de cultivo cocinado por la crisis y sus shock asimétricos crece el nacionalismo y resurgen las fronteras en el seno de Europa. La insolidaridad aumenta, se impone el «sálvese quien pueda» y los países se repliegan sobre sí mismos como el caracol.

La decisión de Suiza de restringir las entradas de trabajadores, el próximo referendo en Escocia, el desafío nacionalista catalán o la preocupación alemana por la inmigración son síntomas de la corriente profunda que carcome las débiles raíces de la cohesión europea. Coinciden todos los casos en una característica que delata su origen: son nacionalismos de ricos. Países, con o sin Estado, donde muchos de sus ciudadanos consideran un lastre sus vínculos con una entidad supranacional. Creen, no sabemos si mayoritariamente, que les iría mejor rebajando la solidaridad, cerrando sus puertas y acrecentando las dosis de egoísmo.