Contra la descomposición social

Santiago Rey Fernández-Latorre

OPINIÓN

15 feb 2013 . Actualizado a las 13:16 h.

Rodando cuesta abajo desde antes de que comenzase la crisis, la bola de nieve de la traición a los españoles ha ido creciendo hasta alcanzar proporciones de lesa patria. Mientras se recetan empobrecimiento y calamidades para la sociedad, la clase política desmerece a su pueblo, enzarzada en los más sucios juegos que anidan en los alrededores del poder y ahora abandonada del favor de la opinión pública.

Es tan bochornoso el espectáculo que presentan que de nuevo surge, como un fantasma, la negativa idea que afloró en los tiempos de la dictadura, cuando muchos se avergonzaban de su nacionalidad. Se avergonzaban no por España, no por los españoles; sino por no querer verse en la misma foto con los que manchan con sus acciones el nombre de su país cada día.

Lo manchan con su injustificable conducta hacia los demás, destrozando el poco músculo sano que le queda al cuerpo social, y lo manchan con el bochorno de su peculiar vara de medir cuando se trata de mirar hacia sí mismos.

En estos años de suicidio económico y político los españoles han visto y sufrido el peor de sus declives desde la llegada de la democracia.

Primero les tocó padecer la crisis financiera, con la desaparición del crédito a las empresas y las familias. Luego tuvieron que rescatar a los bancos con sus impuestos, e incluso pelear por impedir que destruyesen los que estaban más integrados en el territorio, dado que alguien decretó que le estorbaban. A continuación vino, en un castillo de naipes, la muerte de sectores enteros, como el inmobiliario o la obra pública. En seguida, la brutal retención del consumo -que aún continúa agravándose-, por la falta de liquidez de los ciudadanos y las empresas.

Con ello, el derribo de parte de lo conquistado en sanidad, educación y servicios sociales, el sacrificio de los empleados públicos, la caída del comercio, las rebajas de los salarios en todos los sectores, las quiebras y cierres de empresas antes perfectamente sanas, la asfixia de los autónomos, la destrucción de grandes sectores productivos, como el campo o el naval, los impagos, las preferentes, los desahucios. Y como resumen de todo este destrozo, millones de parados.

Millones de personas que no pueden ganarse la vida con su trabajo es la mayor tragedia social que ha vivido España desde la posguerra. Se ha expulsado a la exclusión a generaciones enteras, con casos especialmente sangrantes, como los de los adultos que tienen muy difícil regresar al mercado laboral, y, sobre todo, los jóvenes que, después de haber adquirido la mejor preparación que se haya dado nunca en España, son enviados a la misma papelera donde terminan sus brillantes currículos.

Ese es, pintado someramente, el cuadro que hoy presenta el país. Donde había negocio, quiebra. Donde había trabajo, desempleo. Donde había oportunidades, desierto. Donde había creatividad, desánimo. Donde había esperanza, miedo. Donde había actividad, vacío. Donde había optimismo, desazón.

Todo ha cambiado desde que en el 2007 algunos advertíamos ya de lo que se venía encima, mientras otros, bien instalados en el poder, hacían juegos malabares con las palabras y no solo se negaban a ver el iceberg, sino que presumían de habernos regalado la economía más sólida de Europa. No fue solo una equivocación: es casi un delito haber dejado caer el país hasta el fondo del pozo, y seguir empujándolo ahora un poco más abajo con cada decreto-ley.

Hoy, todo está desmoronado o en trance de hacerlo. Ni la institución de la Corona se ha librado de los desmanes y del declive, a merced de aprovechados que perdieron el sentido de servicio y el respeto por la responsabilidad que se había puesto en sus manos. Donde se mire, aparecen casos y más casos de este derribo de la ética.

No se encuentra en el comportamiento de los partidos políticos -sean del color que sean-, náufragos hoy en el mar de la corrupción. No aparece tampoco en las organizaciones sindicales, financiadas con dinero público sin control, pese a que algunas se han apuntado irreflexivamente a la política de cuanto peor, mejor. Tampoco se halla en los órganos empresariales, desacreditados por escándalos en cadena. Ni siquiera se observa en instituciones antes respetables, como el Poder Judicial o el Banco de España. Ni en quienes en altas instancias toman decisiones interesadas, como dejar al país sin Iberia o malvender empresas rentables por un euro.

En este tiempo de calamidad económica, corrupción política y asco social, todo ha cambiado a peor.

¿Todo? No. Todavía hay un sector bien nutrido donde no ha pasado nada. Donde el inmovilismo es total; el despilfarro, la norma, y las prebendas, moneda de curso alegal. Es la Administración, que se ha convertido, por encima de su verdadero objeto, en el comodísimo refugio de la clase política.

Su estructura sigue intacta, su derroche no reconoce crisis -salvo si es para repercutirla en recortes a los ciudadanos- y los negocios que se generan a su sombra, por lo que se ve, permiten acumular grandes fortunas en paraísos fiscales.

Miles y miles de ayuntamientos con sus alcaldes y concejales, comunidades autónomas infladas de agencias y chiringuitos, órganos de propaganda política pagados con dinero público, instituciones redundantes que se solapan y se estorban, diputaciones que se dedican a repartir favores contados en miles de euros, Cámaras como el Senado absolutamente inservibles, donde sobran desde sus traductores a sus cargos electos.

Si en España se acometiese una reforma racional de la Administración, todo ese dinero que se esquilma al contribuyente para atender la usura de la deuda financiera podría ahorrarse sin que el servicio al ciudadano se resintiese en nada. Pero ese paso, tantas veces reclamado desde esta tribuna, parece aún muy lejos de darse. No interesa a quienes se lucran del estado actual, en el que tantos encuentran acomodo y mueven sus cuentas simulando que se esfuerzan por beneficiar a la sociedad.

Los últimos escándalos conocidos revelan muy a las claras el doble juego. Y avergüenzan a España entera. ¿Puede esperarse alguna vocación de servicio por parte de quienes amasan fortunas salidas, no del trabajo ni de la iniciativa empresarial, sino de las comisiones ilegales con las que se compran contratos que pagarán los contribuyentes?

Si la crisis económica ha traído al país la mayor calamidad en tiempo de paz, la crisis política que vivimos amenaza con instalarnos ante el peor de los escenarios: el de la descomposición social.

No ha habido nunca en la historia nada más grave que esa fractura, porque rompe la solidaridad, hace aflorar antagonismos insuperables y es el caldo de cultivo perfecto para las mafias y los falsos salvadores que solo procuran su beneficio.

España debe curar sus dos heridas. La que ha traído la pobreza al país y la que ha acabado con la confianza en las personas elegidas para gestionar los asuntos públicos. Ya no es posible intentar arreglar una sin atender la otra. Y es urgente.

Es urgente limpiar la vida pública española haciendo responder de sus actos a quienes se hayan aprovechado ilícitamente. Es urgente dar la cara ante la sociedad y someterse al interrogatorio público. Es urgente que las principales fuerzas políticas del país inventen de una vez la palabra transparencia y se la apliquen en primer lugar. Es urgente que limpien sus casas y que las enseñen relucientes. Es urgente pasar página a los proyectos fracasados y renacer con caras nuevas y con ansias nuevas.

Es urgente reformar la Administración: acabar con las ineficiencias y el enchufismo y ponerla verdaderamente, menos obesa y más ágil, al servicio de los ciudadanos y sus iniciativas. Es urgente pulir la Constitución para acabar con los intentos secesionistas y las tensiones artificiales.

Y es urgente, sobre todo, impulsar el cambio económico. Dejar de seguir los dictados de los especuladores financieros, recurrir al talento que agoniza inane en el país y lanzarnos de nuevo a crear y ofrecer.

Ante tanta vergüenza, muchos han optado por darse de baja de toda esperanza. La gente noble, no. Y esta Casa estará siempre con ella. Denunciando y reclamando a los que incumplen o traicionan. Y abanderando siempre a los que, en medio de la tempestad y la mar arbolada, luchan por salvar su barco. Donde no solo van los que no lo merecen. También vamos nosotros.

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