Acabar con la desesperación

Santiago Rey Fernández-Latorre ARTÍCULO DEL PRESIDENTE Y EDITOR DE LA VOZ DE GALICIA

OPINIÓN

12 feb 2012 . Actualizado a las 12:48 h.

Asco. Esa es la palabra que más se repite estos días para definir lo que está pasando en un país abandonado al despropósito. En la peor situación que se haya vivido nunca en Galicia y en España, la valentía y el coraje han desaparecido por la puerta de atrás, mientras cobra presencia omnímoda un doble juego inadmisible, que se ensaña con la clase media, pero mantiene y acrecienta inservibles estructuras de la Administración y opulentos privilegios de los que deberían ser servidores públicos.

La ineficiencia y la irresponsabilidad han sido los denominadores comunes desde que empezó la crisis, y sus consecuencias están bien a la vista: las empresas en la asfixia, el desempleo en tasas inasumibles, las expectativas de los jóvenes totalmente desbaratadas y gran parte de las familias con notorias dificultades de supervivencia.

¿Y se ha hecho algo para aliviar el sufrimiento de la gente? Nada. Las respuestas del aberrante Gobierno anterior y de los que hoy asumen responsabilidades en España y Galicia han sido siempre las mismas: recetar más recortes y más renuncias a la sociedad, hasta hacerla bajar a la fuerza varios escalones camino del empobrecimiento.

Ni han apoyado como deberían a las empresas, ni han garantizado prestaciones y servicios, ni han estimulado el consumo y el movimiento económico. Sí han subido los impuestos y el precio de los servicios básicos; sí han desangrado la economía satisfaciendo la voracidad de los especuladores internacionales. En definitiva, sí han pasado a la clase media, hasta arruinarla, una portentosa factura que en absoluto le corresponde.

Ahora -no hay más que verlo en Galicia- vuelven a la carga los políticos con más atentados contra el bolsillo de una gran parte de la sociedad. Los empleados de la sanidad y la educación y el resto de los funcionarios, ya machacados, se enfrentan a nuevos ajustes, mientras en las alturas continúa el desfile de fastos, oropeles y despilfarros pagados con dinero público.

Ese es el doble juego insostenible. Galicia derrocha presupuesto en innumerables alquileres de oficinas públicas y edificios innecesarios, repartidos por Santiago, por todas las demás ciudades y comarcas del país e incluso por el exterior, como se acaba de ver con las seudoembajadas prácticamente inactivas de Miami, Bruselas o el palacete de la Casa de Galicia en Madrid. Una Administración responsable y preocupada por el gasto no permitiría de ningún modo ese caro minifundismo administrativo, como tampoco se empecinaría en continuar adelante con el millonario dispendio del Gaiás, repleto de gastos de obra y mantenimiento pero vacío de contenido y de gente. Bien podrían ir para allí todas las oficinas ahora desperdigadas, para darle alguna utilidad a nuestra más flamante y majestuosa ruina.

Pero, con ser grande, no es esa la única equivocación de este y los anteriores Gobiernos de Galicia de cualquier color. Tras dejar que se hundiesen sectores claves como el pesquero, el agrario, el lácteo o el naval, se ha instaurado una política de remiendos tan desnortada que la sociedad no puede más que quedarse atónita cuando conoce que se destina dinero público a proyectos irreales y fallidos como el de Manzaneda. O cuando se apoya sin ningún tipo de explicación a empresas inviables e insolventes, dando oxígeno a experimentos quebrados, como sucede en la industria y en algunos medios de comunicación.

Ni explicación ni estrategia ni propósito de enmienda. El Gobierno gallego sigue empecinado en recortes a la clase media, en dejar famélicas a las universidades y en estrechar servicios esenciales como la sanidad y la educación.

No ha aprendido siquiera del mejor ejemplo que están dando los empresarios cuando, en las peores circunstancias, se fajan para superar la crisis sin beneficios ni créditos, ni más armas que su determinación y tenacidad en la lucha contra las adversidades.

Quienes pagan la factura de la crisis no pueden entender esa actitud. Ni cómo se ahonda en la contraria, con más gastos superfluos generados por la hipertrofia de todas las Administraciones. En los tiempos de la era digital, crecen como hongos las delegaciones de organismos y sus ventanillas sin ninguna lógica ni coordinación o sinergia entre ellas. Oficinas de la Xunta, del Ayuntamiento, de la Diputación, de los ministerios, consellos de contas y consultivos, valedores... Todos enmarañan la burocracia hasta hacerla insoportable, además de inasumible económicamente para el erario y para el contribuyente.

Si están buscando realmente dónde ahorrar los 40.000 millones que hacen falta para arreglar las cuentas públicas -es decir: rebajar el déficit y pagar los altos intereses que fijan los gigantes de la especulación financiera internacional- es en esa partida de gastos superfluos donde hay que entrar a saco, y no en el bolsillo de los consumidores.

Al Estado todavía le quedan muchos lugares donde tocar para hacerse eficiente. Porque nada ha hecho, de momento, para acabar con instituciones superfluas, como las diputaciones provinciales; redundantes, como el Senado, o propagandísticas, como las televisiones públicas. Tampoco ha acometido siquiera el paso de fusionar municipios incapaces de sostenerse. Y no lo ha hecho por razones electoralistas y localistas, pero también porque la desaparición de corporaciones locales significa la pérdida de numerosos puestos de concejal.

Por eso resulta intolerable el doble rasero que aplican los políticos y los que revuelan a su alrededor. Y bochornosa su forma de repartirse las prebendas. Se acaba de ver, sin ir más lejos, en el traspaso de poder de padre a hijo en Ourense. Ante el silencio o incluso el aplauso de muchos, se ha disfrazado de simple apariencia de democracia la consumación de una herencia de naturaleza puramente caciquil.

Ese desprecio por la democracia se observa incluso en el funcionamiento de la Unión Europea, con un Parlamento decorativo, una estructura inoperante, un coste verdaderamente obsceno y un poder cuasi dictatorial que se han arrogado porque sí Alemania y Francia.

Mucho deberán hacer quienes allá y aquí practican estas nefastas artes para recuperar, siquiera someramente, la confianza de una sociedad cada vez más decepcionada y molesta con su clase política.

La perdieron, desde luego, los anteriores gobernantes que fueron de aberración en aberración hasta dejar el país postrado y empobrecido, al borde de la intervención y a merced de los depredadores financieros. La perdieron también quienes exacerbaron sus ansias nacionalistas y separatistas hasta llegar a la desfachatez de permitirse señalar supuestas líneas rojas al Estado. Y poco hacen por conservarla quienes, después de clamar en la oposición, ahora en el Gobierno no son capaces siquiera de ponerse de acuerdo entre ellos en las cuestiones más elementales para iniciar la revitalización del país.

Con la oposición ausente y ocupada en sus esperpénticas guerras intestinas, España se hunde en el desastre y la decadencia, al borde del estallido social, mientras mangonean a sus anchas los halcones de la banca. Algunos, que solo ven la crisis que padecemos como un festín para sus garras, se han aprovechado bien de la situación y de la ineptitud del gobernador del Banco de España, y pretenden adueñarse a precio de ganga de mercados que les rehuían. Otros, con salarios más altos que el valor de sus entidades, se van para casa ahora con las bolsas repletas, a la espera, curiosamente, de más privilegios y homenajes.

Ni siquiera en eso se ha conseguido ofrecer a los ciudadanos algún ejemplo de dignidad. Mientras en el Reino Unido se retiran distinciones a quien pierde la reputación por su conducta, aquí se premia con las más altas a quienes no solo no las merecen, sino que deberían pagar, como en Islandia, por sus responsabilidades.

Pero el tiempo se ha acabado. Es hora de que los responsables de la gestión pública pongan fin a sus aberraciones, asuman su liderazgo y busquen soluciones en lugar de parches. Ni Galicia ni España ni Europa pueden esperar más. Hay que acabar con la desesperación y el asco.