¿Cómo se puede crecer con la mochila de la deuda a la espalda?

Juan Arjona

MERCADOS

MATALOBOS

 El endeudamiento público creció más con la austeridad que con los estímulos fiscales. España tendría que amortizar 400.000 millones de euros o crecer más del 70 % en un lustro para cumplir el objetivo de estabilidad presupuestaria. 

15 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El Banco de España, a la espera de los datos definitivos de la Contabilidad Nacional, anticipa que la economía española creció el año pasado un 1,4 %. Crecimiento modesto, pero suficiente para añadir 433.900 nuevos afiliados a la Seguridad Social. La deuda pública superó en el 2014 el billón de euros y este año rebasará el 100 % del PIB, pero la mayoría de los pronósticos auguran que la economía crecerá este ejercicio un 2 % como mínimo. ¿Dónde está el secreto? ¿Desmiente la experiencia española las conclusiones de innumerables estudios sobre la relación entre crecimiento económico, por un lado, y empleo y deuda, por otra parte? ¿Qué dicen esos estudios?


EMPLEO Y DEUDA
Pensemos en una empresa. Hasta que el incremento de sus ventas no supere un determinado umbral, la compañía no incrementará su plantilla. La mayor facturación será absorbida por una mejora de la productividad de sus trabajadores. Algo similar ocurre con la economía nacional. La mayoría de los expertos concuerdan en que solo con tasas de crecimiento superiores al 2 % puede la economía española generar empleo neto en dosis significativas. ¿Pero acaso el balance registrado en el 2014 no echa por tierra esa aseveración? Solo en una mínima parte. El volumen de empleo, medido en número de horas efectivas de trabajo, apenas creció en el 2014: un 1,2 % con respecto al 2013. El número de ocupados, por el contrario, creció más del doble: un 2,5 %. El incremento del trabajo de media jornada o por horas ?la precarización, en suma? explica el contraste entre las dos cifras. La economía española no ha conseguido, en este aspecto, cuadrar el círculo.
¿Y la deuda? En un análisis ya clásico, y también polémico, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff ?execonomista jefe del FMI? concluyeron que el crecimiento de un país se debilita de forma abrupta cuando su deuda pública supera el 90 % del PIB. El libro de ambos autores, aunque peca al fijar un porcentaje mágico que separa el jardín del precipicio, establece un principio comúnmente compartido: a partir de cierto nivel, el endeudamiento lastra poderosamente el crecimiento de la economía. Sobre el predicamento de ese análisis dan fe estas palabras de Wolfgang Schäuble, ministro alemán de Finanzas: «Creo firmemente en estudios como el de Reinhart y Rogoff».
Pues bien, hace tiempo que la eurozona en su conjunto y la mitad de los países que la integran han rebasado aquella línea roja. La deuda pública de «los dieciocho» ascendía en el año 2013 al 90,9 % del PIB y en seis países superaba el 100 %: Grecia (174,9), Portugal (128,0), Italia (127,9), Irlanda (123,3), Bélgica (104,5) y Chipre (102,2). En puertas de alcanzar esa cota se encontraban Francia (92,3) y España (92,1). El cataclismo (¿aún?) no se ha producido, pero ¿cuánto tiempo podrá soportar la zona euro esa losa?
El caso de España resulta especialmente ilustrativo. Entró en el pantano de la crisis con unas cuentas públicas envidiables. Registraba por entonces saldo presupuestario positivo ?bien es cierto que cocinado en parte en los fogones de la burbuja inmobiliaria? y un reducido volumen de deuda. Pero su talón de Aquiles era otro: el enorme endeudamiento privado, solo parangonable, entre los países occidentales, al de Estados Unidos.
Al estallar la crisis comenzaron a descalabrarse las finanzas de las Administraciones Públicas. Del superávit se pasó al déficit en un santiamén. Y el endeudamiento público, que no es sino déficit acumulado, inició una vertiginosa escalada. Muchos lo atribuyeron, injustamente, a los estímulos fiscales aplicados para hacer frente a la primera fase de la recesión, desde las ayudas al automóvil al denostado Plan E, pasando por algunas rebajas de impuestos. Los números se empeñan, tozudamente, en demostrar lo contrario. Entre el 2007, último año de bonanza, y el 2010, el año en que se cancelaron los estímulos, el endeudamiento público aumentó en 265.461 millones de euros o 24,6 puntos del PIB. Después, desde que se adoptaron draconianas medidas de adelgazamiento del gasto público y subida de impuestos, las cosas fueron a peor. Entre el 2010 y el tercer trimestre del año pasado, la deuda pública española creció en 370.977 millones de euros: 33,8 puntos del PIB. La paradoja resulta impactante: las políticas de austeridad encaminadas a desinflar la burbuja de la deuda pública, cegando el manantial del déficit que la alimenta, tuvieron el efecto contrario al pretendido. No conozco una enmienda a la totalidad de las políticas de austeridad aplicadas en Europa tan contundente como esa.


IMPOSIBLE CUMPLIMIENTO
La deuda global de la economía española apenas ha descendido durante la crisis. Disminuyó algo el endeudamiento de empresas y familias, a costa de traspasar la carga al sector público. Y es aquí donde ahora se dirime la batalla: ¿Puede España soportar un endeudamiento público que este año superará el 100 % del PIB y que seguirá creciendo en años venideros? Tengo muy serias dudas. Una cosa está ya meridianamente clara: el Gobierno español ?este o el que venga? incumplirá el controvertido artículo 135 de la Constitución y la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria que lo desarrolla, donde se establece que la deuda pública no debe superar el 60 % del PIB en el año 2020. Cumplir ese precepto supondría o bien devolver 400.000 millones de euros a los acreedores, sin refinanciar un céntimo, o bien conseguir que la economía española crezca más del 70 % en un lustro. Un absoluto imposible.
Dando por hecho el incumplimiento legal, ¿será capaz España de atender puntualmente a sus obligaciones de pago de intereses y amortizaciones sin que la bomba de relojería le estalle en las manos? Imaginemos un escenario propicio: los tipos de interés se mantienen en el bajo nivel actual, el euro prosigue su depreciación frente al dólar, el BCE mantiene a raya a los mercados y la montaña de deuda no crece más que el PIB nominal. Supongamos que, en esas condiciones, no se produce el estallido de la burbuja. Pero incluso así, ya con su nivel actual, la deuda pública constituye una losa que impide tasas de crecimiento compatibles con una drástica reducción del desempleo en España. La deuda condena al país, en el mejor de los casos, a un largo período de estancamiento o bajo crecimiento «a la japonesa».
Este mismo año, el Gobierno destina 35.490 millones de euros al pago de intereses de la deuda pública. Casi cien millones de euros al día. Una cifra superior a la masa salarial de los funcionarios, mayor que el gasto conjunto de los ministerios y superior también al coste del sistema educativo. Además, aparte de refinanciar 184.369 millones de euros que vencen este año, el Tesoro pedirá prestados otros 55.000 millones ?151 millones diarios? para cubrir el déficit anual previsto.

¿POR QUÉ SE CRECE?

Sin embargo, a pesar de ese lastre, la economía española muestra signos de reactivación. Está creciendo e incluso, si no se tuercen algunas variables externas ?abaratamiento del petróleo, depreciación del euro? y otras internas, superará el listón del 2 % este año. El mismo Gobierno que, desde su llegada al poder, colocaba la batalla contra el déficit público en el frontispicio de sus prioridades, ahora solo habla de crecimiento. En parte porque se avecinan elecciones, en parte como reconocimiento implícito del fracaso de la austeridad a ultranza, el cambio de tercio parece evidente. Antes se nos conminaba a apretarnos el cinturón y ahora se celebra que lo aflojemos, porque el repunte de la demanda interna ?consumo e inversión? constituye el motor que impulsa el crecimiento económico. Y esto es cierto: ojalá lo hubieran pensado antes, en vez de aplicar medidas fiscales y monetarias contractivas que, después del batacazo del 2009, nos condujeron derechitos a la segunda recesión.
Ahora bien, el motor del consumo, aunque por fin se haya encendido, todavía no está a punto. Hay dos palos en sus ruedas: el elevado endeudamiento y el estancamiento de la renta disponible. Una familia se decide a cambiar de coche o renovar el mobiliario en base a tres factores: porque aumentan sus ingresos, porque el banco le presta el dinero o simplemente porque mejoran sus expectativas de futuro. El primero no se cumple. Las rentas del trabajo, principal sostén del consumo, cayeron como consecuencia de la hemorragia de empleo y las rebajas salariales. Y todavía no presentan síntomas de haberse recuperado. Los últimos datos publicados, referidos al período comprendido entre los meses de septiembre de 2013 y 2014, indican que el coste laboral por trabajador y mes disminuyó un 0,4 %.
A falta de un incremento de la renta disponible, cabe la posibilidad de acudir a la ventanilla del banco. Como entre todos los hemos rescatado, transfiriendo sus propias deudas a los hombros del Estado, quizás las entidades financieras estén dispuestas a reabrir el grifo del crédito al consumo. Aún así, nos encontramos con otro problema: la escasez de demanda solvente en un país enormemente endeudado, que todavía debe al exterior la friolera de 1,7 billones de euros.
Y, sin embargo, el consumo repunta, como demuestran todos los indicadores y corrobora la pasada campaña de Navidad. ¿Cómo es posible? Fundamentalmente, por una mejora de las expectativas. Aumenta la confianza en el futuro, como señala la última encuesta del CIS, y, por tanto, las familias se disponen a tirar la casa por la ventana: de sus ingresos, crece la parte destinada a consumo y mengua la destinada a ahorro. Se acrecienta, como diría un economista, la propensión al consumo. Un proceso inverso al registrado en los primeros años de la crisis. El consumo se desplomaba porque los consumidores se retraían. Unos obligatoriamente, porque perdían su empleo o les bajaban el sueldo; otros, precavidos, porque preferían cancelar sus deudas, y los terceros, por miedo al futuro. Crecía la propensión al ahorro.
La mejora de las expectativas constituye una buena noticia, además de un factor económico de primer orden. Si los ciudadanos creen que las cosas van a mejorar, las cosas acaban por mejorar. Pero la confianza también es frágil, transitoria y reversible.