Herman Melville, la historia de una obsesión

Carlos Fernández

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Herman Melville relata en Moby Dick la travesía del ballenero Pequod en la autodestructiva persecución de una gran ballena blanca. Pero, en realidad Moby Dick, que cumple hoy 161 años de su publicación, es la búsqueda constante de una obsesión. Para celebrar el aniversario de la novela que abrió las puertas a la literatura moderna en Estados Unidos, Google ha decidido homenajear a Melville modificando su habitual logotipo en un doodle que ilustra al legendario cachalote confundido entre las olas del mar, las letras del buscador y una lancha de madera.

Pocas semanas después de que publicarse Moby Dick, The Atheneum, de Londres, escribía sobre esta novela: «Es una mezcla de novela y prosaísmo mal combinados». Herman Melville siguió viviendo hasta el final de su existencia (la escribió a los 31 años y murió a los 72) ante la indiferencia casi total por parte del público y de la crítica. Su obra no empezaría a conocerse hasta 1924, cuando un estudioso se interesó por ella y publicó su biografía.

Como Conrad, Herman Melville conoció el mar en directo. Nacido en Nueva York en 1919 en el seno de una familia de acomodados comerciantes, su padre, Allan, se arruinó y murió cuando Herman Melville era muy joven y estaba estudiando en la Academia de Albany. Tras diversos intentos de establecerse en varias profesiones (entre ellas empleado de Banca) y algún trabajo esporádico (estuvo en la granja de un tío suyo en Massachussets), Herman Melville se embarcó, en enero de 1841, a bordo de un ballenero, el Acushmet, que, según manifestaría años después, fue para él «mi Yale y mi Harvard». Su bautizo de mar fue un duro viaje desde Fairhaven (Massachussets) hacia el Pacífico, vía Cabo de Hornos. Aunque la estancia en el mar no fue tan extensa como la de Conrad, pues se prolongó sólo hasta 1844, el mar nutriría para siempre la imaginación de Herman Melville e hizo que escribiese lo que posteriormente D. H. Lawrence calificaría como «el libro de mar más grande que jamás se ha escrito».

El Acushmet, además de descubrir un marco de convivencia áspero y distinto, al mismo tiempo que fascinante, llevó a Herman Melville hasta las islas Marquesas, en los mares del Sur, donde -con otro compañero- desertó del barco, seducido por la vida idílica de aquellos parajes. Después embarcaría de nuevo, esta vez en un ballenero australiano, el Lucy Ann, que le llevó a Tahití. Posteriormente, Herman Melville se enrolaría en el Charles and Henry, un ballenero de Nantucket, desembarcándose en Hawai, en abril de 1843. En Honolulú pasó al menos medio año, enrolándose finalmente como marinero (ordinary seaman) en la fragata United States, desembarcándose en Boston el 14 de octubre de 1844 y reuniéndose con su familia en Lansingburgh.

En su primera novela, Typee (1846), Herman Melville relata su periplo de navegante; sucediéndole Omoo (1847) y Mardi (1849), también de temática náutica (un romance spenceriano ambientado en los mares del Sur). El fracaso de este último libro le obligó a rectificar el rumbo de su trabajo para hacer frente a sus responsabilidades familiares (en agosto de 1847 se había casado con Elizabeth Shaw, hija de un jefe de justicia de Massachussets). Le siguieron después dos obras menores, según la propia confesión de Herman Melville: Redburn (1849) y White Jacket (1850). Por medio hay un viaje a Europa (vendió los derechos de White Jacket a un editor inglés) y un acercamiento intelectual y físico (compró una granja cerca de la suya) al ya consagrado Nathaniel Hawthorne, que no le prestará nunca mucha atención.

Es en 1850 cuando Herman Melville escribe la que será su obra cumbre, Moby Dick, titulada inicialmente The whale (La ballena), que dedica a Hawthorne. La trama, aparentemente, es bien simple: la historia de una larga expedición de pesca de ballenas, realizada a bordo del Pequod, zarpando de Nantucket, el puerto norteamericano que casi monopolizaba la industria de estos cetáceos. El personaje central es el capitán Ahab, con su persecución obsesiva y suicida de la ballena blanca, Moby Dick, que no se deja atrapar y termina por embestir y hundir al ballenero. Solo se salva del desastre el marinero Ismael, que es el narrador de la historia, cuyo comienzo, además, se convertirá en una de las mejores introducciones de la literatura norteamericana: «Call me Ishmael. Some years ago -never mind how long precisely- having little or no money in my purse, and nothing particular to interest me on shore, I thought I would sail about a little and see the watery part of the world». (Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exáctamente, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo).

Con unos mimbres, repito, aparentemente simples, Herman Melville culmina un relato de carácter épico, donde consigue una mezcla perfecta de los símbolos y de los acontecimientos, ofreciendo, además, una visión insólita del mar y de los hombres que en él luchan contra la naturaleza desatada. De su pasión por el mar, valga este párrafo del capítulo 23: «El puerto es despreciable; en el puerto hay seguridad, confort, hogar, buena cena, mantas cálidas, amigos, todo lo que es beneficio a nuestras mortalidades... pero el pensamiento profundo no es más que el esfuerzo intrépido del alma a conseguir la abierta independencia de su mar». El propio Herman Melville, en carta remitida el 1 de mayo de 1850, cuando ya tenía redactada la mitad de la novela, a su amigo Richard Henry Dana, otro marino literato, reconocía: «Me temo que va a resultar un libro raro; la grasa de la ballena es la grasa de la ballena, aunque con ella se pueda hacer aceite, y resulta tan difícil arrancarle poesía como la savia de un arce congelado; para cocinarla es necesaria mezclarla con cierta fantasía, que por la naturaleza del asunto, ha de ser desgraciadamente como los brinces de las propias ballenas. Pero a pesar de eso, trato de dar verdad a la cosa».

La grandeza del fiero capitán Ahab de Moby Dick está en su insumisión, en no aceptar las limitaciones del ser humano. Su retórica grandilocuente, llena de ecos shaskesperianos; su pensamiento obsesivo de la ballena, que le ha dejado medio inútil con una pata de palo, resuena como una amenaza bíblica en el silencio de los océanos. Frente a Ahab y a Moby Dick está Ismael, el narrador, que representa el ser humano normal que describe emocionado y convulso la aventura vivida.

Igual que con El Quijote y otras obras cumbres, nadie vio cuando se publicó Moby Dick una obra transcendente y universal. Esa personificación del mal en la ballena, que posteriores exégetas descubrirían, quizás no lo sea tanto, sino más bien la naturaleza devoradora en su acción

más terrible. El propio Jorge Luis Borges señalaría al respecto: «El símbolo de la ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial y enigmática estupidez (...) el universo de Moby Dick es un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional».

Curiosamente, Moby Dick sería considerado por algunos editores no solo una novela de aventuras sino una obra dedicada a un público adolescente. Hay versiones, aligeradas de bastante de su parte descriptiva, que han quedado en 200 páginas, como la de Susaeta, cuando la íntegra de Clásicos Planeta, traducida por José María Valverde, tiene 650. Incluso la magnífica versión cinematográfica dirigida por John Huston, en 1956, interpretada por Gregory Ppeck y Richard Basehart, fue proyectada en muchos locales en sesiones infantiles.

Otra curiosidad es que por las mismas fechas en las que Herman Melville acababa su novela, el Acushmet, su buque inspirador, se undía en el estrecho de Behring, víctima de un accidente no muy claro. Al año siguiente de la publicación de Moby Dick, vio la luz Pierre, un relato ambiguo y de cierta modernidad, al que le seguirían Israel Potter y The Confidence Man (Billy Bud, sailor es póstuma). En 1857 navegó por última vez, en el clipper Meteor, que mandaba su joven hermano Tom. Durante largos años, Herman Melville mantendría a su familia cultivando la tierra que había adquirido, a la espera de un trabajo más llevadero. Finalmente, en 1866, consiguió una plaza de inspector de Aduanas en Nueva York. Fatalmente, un año después, se suicidaría su hijo mayor (tuvo cuatro).

En su vejez, Herman Melville fue un lector voraz, amigo de subrayar farses. En un libro de poemas del escocés James Thompson, lo hizo con estas dos estrofas: «Ponderando una dolorosa serie de derrotas/ Y negros desastres desde el primer día de mi vida». Cuando falleció, el 28 de septiembre de 1891, la sección necrológica de los periódicos tardaría en registrar el evento. Solo al cabo de varios días, The New York Times constató escuetamente que había muerto «el señor Henry (sic) Herman Melville».

Algunos se acordaban de Herman Melville tan solo para un sarcasmo, como Nathaniel Hawthorne en su diario cuando señaló que el hecho más notorio de la vida del escritor era su vivencia con los caníbales en la Polinesia. La edición de 1911 de la Gran Enciclopedia Británica le cita como «un simple cronista de la vida marinera». Décadas después, la misma enciclopedia le reconocerá como «uno de los grandes escritores norteamericanos de todos los tiempos».

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