Cuando Iago ilumina, todos lo veían venir. Cuando se queda en el banquillo, son menos los que lo extrañan. Cuando se desboca en alguno de sus gestos extravagantes ya casi no queda nadie. De Aspas llevamos hablando y escribiendo años. De su genio, en el amplio sentido del término. El que se refiere al talento y el que esconde un carácter fuerte.
A Iago hace tiempo que le sobran los adjetivos. Pero todavía no ha dado con el técnico que le sepa sacar partido. Con otros futbolistas la paciencia se multiplica en los días áridos. Con Iago, no. Si después de alguna de sus tardes de gloria le conceden el privilegio de la titularidad, le exigen que lo supere. Al final, sin más opción de reválida, otros ocupan su sitio y el genio vuelve a la botella. Hasta que, en otro apuro, otro detalle le encumbra. Y el ciclo se repite.
A Iago le sobran palmaditas en el hombro y le falta quien, de una vez, sepa administrar su habilidad.