Nube de polvo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo Carosía

23 oct 2023 . Actualizado a las 13:39 h.

Espero ver hoy esa imagen un tanto surrealista, casi distópica, del paso de los rebaños ovinos por Madrid. Como todos los otoños, se celebra la Fiesta de la Trashumancia, que consiste en que un millar de ovejas merinas (a las que se tiene buen cuidado de no mezclar nunca con churras) recorren las calles del centro de la capital, como una insurrección animalista de pesadilla o la materialización del cómputo de un largo insomnio. Resulta hipnótico verlas pasar como una marea de lana sucia, como de oveja mal vestida, pronunciando obsesivamente la letra «b» por entre los comercios y los bares de la Calle Mayor, por la Puerta del Sol, por el paseo del Prado que ya no es un prado, rodeando la estatua de la diosa Cibeles. Y allí, frente al Ayuntamiento, a la fresca sombra neoplateresca del grandioso edificio que trazó Antonio Palacios, los rebaños esperarán luego, mientras se celebra el viejo ritual en el que los pastores pagan al alcalde el impuesto por conducir ganado a través de la ciudad: 50 maravedíes de oro (son precios de 1418). Es un recuerdo contante y sonante del tiempo en que los Hombres Buenos del Honrado Concejo de La Mesta, como se llamaban a sí mismos sin falsas modestias, se habían ganado el derecho de paso por tantos pueblos y ciudades de España; entre ellos Madrid, que es una antigua cañada, un lugar de paso en el que el tráfico ha sido denso desde al menos la Edad Media.

Hubo un tiempo en que casi toda la Península estaba surcada, como las rayas de la palma de la mano, por esta red de caminos pecuarios diez veces más larga que el ferrocarril. Por ella se movían los símbolos pascuales al ritmo de las estaciones, con los pastores y su cultura sin patria basada en migas con chorizo, melodías de ocarina y soledad. Recorrían las veredas, las galianas, las cabañeras, los cordones que se ensanchaban en los descansaderos y se estrechaban en los contaderos. Es la infraestructura que había organizado aquel rey obsesionado con la taxonomía que era Alfonso X, y que, igual que escribió su poesía gallega, garabateó sobre el pergamino que es Castilla (incluso en color y textura) esa otra cantiga de la trashumancia, que también rima con la rima asonante del otoño y la primavera. La cañada fue durante siglos el Camino de Santiago de la oveja, el senderismo gobernado por el frío y el pasto, una gigantesca nube de polvo que se movía de norte a sur y de sur a norte. Luego, no hace tanto de esto, las ovejas empezaron a viajar en tren y en camión, y se quedaron solos esos caminos que el tiempo ha ido borrando. Porque el camino, que es una manifestación visible de la rutina, siempre tiende a desaparecer si nadie lo pisa. Quedan tramos salpicados aquí y allá, señalizados con indicadores de madera para los turistas y los ciclistas, mientras los abrevaderos y los mojones se van convirtiendo en arqueología. Y quedan, en fin, representaciones como esta de Madrid, en las que el mundo moderno concede su minuto de gloria al pasado.

De modo que llegarán hoy los rebaños a Madrid, y los corderos mirarán a todos lados al pasar por el centro de la ciudad, con esos ojos de cordero degollado que tienen los corderos incluso cuando están vivos, extrañados de la altura de los edificios, de su arquitectura alfonsina, modernista o racionalista. Quizás los aplausos les asustan, pero enseguida se acostumbran. En su mente, diseñada para temer el ruido, la noche y al lobo, me pregunto qué significará una ciudad. Y me respondo: un lugar donde la hierba está museizada en las glorietas, los caminos no levantan polvo y los perros no tienen que trabajar para vivir.