Los pobres y los incultos mueren antes

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

05 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Los españoles somos los europeos con mayor esperanza de vida al nacer. En el selecto club de la OCDE solo nos superan, y por la mínima, los japoneses: ellos, con 83,4 años; nosotros, con 83,2. Nuestra longevidad la aportan, sobre todo, las mujeres, que viven de promedio seis años más que los hombres. Como la vida constituye nuestro bien más valioso y la esperanza la surte de combustible, los datos producen legítima satisfacción. La misma que nos proporciona el médico cuando, tras auscultarnos las vísceras, asevera: «Está usted sano como un roble».

Alcanzamos esas cotas a pesar del tabaco, el alcohol y la obesidad: un informe de la OMS dice que cada europeo consume once litros de alcohol puro al año, uno de cada tres fuma y más de la mitad tienen problemas con la báscula. A pesar también de los sucesivos recortes del gasto sanitario que la OCDE advierte en España. A pesar de las carnes rojas y de otras 118 actividades o productos que funcionan como agentes cancerígenos, desde el oficio de pintor o la fabricación de calzado, hasta el humo de la madera o los tubos de escape de la Volkswagen. A pesar, en definitiva, de la galopante degradación del medio ambiente y del insano estilo de vida de la sociedad de la opulencia. Lo que viene a demostrar, por si alguien ignoraba el axioma, que el verdadero enemigo de la vida no es otro que la miseria.

Habrá quien aprecie, en ese alargamiento de nuestro ciclo vital, los problemas derivados. La esperanza de vida a los 65 años también ha aumentado y, con ella, el coste de las pensiones. A partir de esa edad, el varón español aspira a cobrar su jubilación durante 19,2 años y la mujer española durante 23,4 años. Ambos disfrutarán «en buena salud» -sin limitaciones funcionales o discapacidad- la primera década de la prórroga, pero durante el resto de su vida necesitarán cuidados especiales, lo que exigirá mayor gasto en sanidad y en dependencia.

Pese a todo, mucho más que esas «minucias» económicas, a mí me preocupa el injusto reparto de la esperanza de vida. Su falta de equidad entre naciones, pero también entre las diversas clases sociales de cada país. Flagrante desigualdad en la salud que no solo depende de los genes o del capricho divino, sino de la organización social. Diversos estudios concluyen que los pobres mueren entre cinco y diez años antes que los ricos. La vida no solo es dura para unos y placentera para otros: también más corta para los primeros que para los segundos.

Pero hay otro dato facilitado por la OCDE que, tal vez por ignorancia propia, me llama poderosamente la atención: las personas incultas viven seis años menos que las instruidas. Ahora entiendo por qué la mayoría de los filósofos de la Antigua Grecia llegaron a nonagenarios y Demócrito de Abdera superó el siglo de vida. Y también por qué, entre los factores que propulsan la longevidad -condiciones materiales, higiene, sistema de salud, adelantos de la medicina, medio ambiente...-, figura la educación por derecho propio.