Memorias de un becario

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

18 jul 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

En aquellos primeros años sesenta, marcados por la llegada de la televisión y del seiscientos, muy pocos conseguimos saltar de la escuela nacional de la villa al instituto de la capital de provincia. Un muro, tan elevado y erizado de vidrios rotos como el que circundaba los frutales del señorito, se interponía en el camino. Solo conseguían franquearlo los hijos de los notables y, excepcionalmente, los primeros bachilleres que contamos con el trampolín de una beca.

Las becas las concedía el PIO, siglas del llamado Patronato de Igualdad de Oportunidades, organismo incubado al calor de la tecnocracia liberalizadora que puso fin a dos décadas de autarquía económica. Su número era escaso y su cuantía, exigua. En el curso 1961-62, el anterior al mío, la dotación ascendió a 600 millones de pesetas, que se repartieron entre cerca de 64.000 beneficiarios en toda España: menos de 10.000 pesetas por becario y año.

Para obtener la beca era preciso superar una prueba específica, que pretendía testar la inteligencia, y demostrar que la familia del solicitante no tenía ingresos ni poseía propiedades rústicas o urbanas. Para renovarla en cursos sucesivos se exigía una nota media de notable y que los progenitores no hubiesen tenido un golpe de fortuna en el año precedente.

Estudié todo el bachillerato con aquellas becas del franquismo. Catorce mil pesetas por curso. El importe apenas cubría el coste del alojamiento: el flamante colegio menor de juventudes que nos acogía cobraba 1.500 pesetas al mes. Con beca y todo, nuestras familias estaban obligadas a realizar malabarismos financieros para sufragar los gastos colaterales: la factura de libros y uniforme, la entrada del cine o el coste de los devaneos adolescentes.

Becarios y no becarios compartíamos los pupitres del instituto. Nunca atisbé la mínima actitud discriminatoria por parte de los profesores, pero tal vez un sociólogo percibiría de inmediato la distinta extracción social de unos y otros. A un lado, la aldea humilde y campesina; al otro, la ciudad pequeño-burguesa y el hogar acomodado. Pequeñas diferencias, más gratificantes que traumáticas, rápida y fraternalmente selladas. Que los becarios necesitáramos siempre dos puntos más que los no becarios para eludir la tarjeta roja tampoco planteaba ningún problema irresoluble. Servía de acicate y la mayoría rebasamos el listón sin grandes desgarros.

La discriminación anidaba fuera de aquellas aulas. En mi pueblo, a cuarenta kilómetros de distancia. La sufrieron mis compañeros de escuela más lúcidos y prometedores, simplemente porque nadie les ofreció la oportunidad de demostrar su valía.

¿Tiene el ministro Wert añoranza de aquellos tiempos? Yo, uno de los beneficiados de las primeras becas del franquismo, ninguna.