La línea Maginot

A CORUÑA CIUDAD

La vista de la ría y de la playa de Santa Cristina desde el hospital cura casi tanto como los sabios médicos del Chuac.
La vista de la ría y de la playa de Santa Cristina desde el hospital cura casi tanto como los sabios médicos del Chuac. marcos míguez< / span>

El puente del Pasaje es la frontera que ningún coruñés quiere cruzar en vano

19 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Todo barrio tiene su línea Maginot: esa frontera invisible, pero infranqueable, que solo se atraviesa en caso de emergencia. En la Ciudad Vieja hay vecinos que no pasan de María Pita porque creen, como los antiguos, que un poco más allá se acaba el mundo, y el agua del mar cae al vacío del espacio exterior en forma de catarata. Si uno levanta la vista del mapa, la ciudad también tiene su propia línea Maginot, ese puente del Pasaje que nos conecta con el resto del mundo. A Coruña es un istmo con vocación de isla (de isla británica, para más señas) y, como dicen los ingleses cuando hay niebla en el Canal de la Mancha, no es Inglaterra la que está aislada, sino el continente. Cuando hay atasco en el Pasaje no es tampoco la ciudad la que está incomunicada, sino Europa.

Pero el Pasaje, más que un puente o una avenida, es un hospital. Fue el Juan Canalejo y ahora es el Complejo Hospitalario Universitario A Coruña, que en abreviado, Chuac, suena a morreo de ventosa. Pero los veteranos que suben en el 17, desde Monte Alto o así, a hacerse una revisión de algo -del riñón, del corazón, de lo que sea, que ya son muchos años y todo va fallando-, aún le llaman la Residencia. Aunque la Residencia, como Puerta Real, solo existe ya en la placa luminosa de la Compañía de Tranvías, que todavía anuncia que sus buses van de Hércules a la Residencia y viceversa.

Casi todos hemos paseado alguna vez por esos pasillos agarrados al gotero portátil con el pijama reglamentario del Sergas (no el camisón que lleva el culo al aire, que diría mi amigo Nacho Mirás, sino el otro). Porque no eres de A Coruña (al menos no del todo) si no llevas sobre la piel alguna cicatriz cosida en los quirófanos del Canalejo.

Y cuando pasas una noche en la cama plegable del Sergas, o en el sillón azul reclinable del acompañante, lo único que quieres es que llegue pronto la mañana para asomarte a la ventana y ver el mar. Porque la vista de la ría de O Burgo y de la playa de Santa Cristina -que tiene la punta, con perdón, en A Coruña y el resto en Oleiros- cura casi tanto como los medicamentos que te van enchufando por la vía para que resucites, para que te levantes y andes.

A todos se nos ha muerto alguien -un pariente, un amigo- en el Chuac. Pero justo enfrente, del otro lado de la pasarela, nos van naciendo otros en el Materno. Es el ciclo de la vida, del carbono, o como se diga.

El Pasaje no siempre fue un nudo de asfalto y hormigón. Hace muchos años la finca de Edelmiro Rodríguez ocupaba ese lugar por el que ahora desfilan los coches a varios niveles y velocidades, antes de que le cortasen el terreno en dos mitades con una avenida justo en medio. Era un Pasaje sin automóviles y con estatuas blancas, como de principios de siglo. El Pasaje era entonces un rincón casi exótico, donde las familias bien tenían su dacha de veraneo, y aún queda algún vestigio de aquel tiempo, como la Casa Grande que todavía resiste al pie del puente, saliendo de A Coruña a mano derecha, con su torreón, su modernismo y su jardín (antes hasta tenía embarcadero).

Algo de aldea perdida queda todavía en As Xubias, por donde trota el tren de Andrés do Barro, pasiño a pasiño, y donde resisten los mariscadores, que luchan con una mano contra la contaminación de la ría y con la otra con los furtivos.

Por algún sitio quedan adoquines de la antigua N-VI y los parroquianos sonríen socarrones al recordar a las hordas de adolescentes que venían caminando desde la ciudad para meterse mano en la obra de Pachá.

El Pasaje, como la propia ciudad, es pura paradoja. Aquí conviven las chabolas y las ratas con los chalés de diseño que se asoman a lo alto de la avenida, donde a veces ruedan esos anuncios de viviendas cúbicas y asépticas, sin juguetes por el suelo ni libros por las paredes, para dar idea de cómo mola vivir así, en plan minimalista, pero con un coche de tantos cilindros en el garaje y rodeado de muchachas esculturales y lánguidas y de muchachos tableteados e indolentes. El Pasaje es el cubo de diseño y las ruinas de la Conservera Celta, donde los chabolistas se sobreponen a su miseria oteando las mismas (o incluso mejores) vistas que sus vecinos ricachones.

Junto a la ría también está el colegio de los jesuitas, donde en julio de 1990 unos tipos en estado de levitación vimos en directo a Prince, que en la distancia corta resultó que era muy bajo y que tocaba la guitarra justo como en el vídeo de Purple Rain. Porque todavía era el Prince de Purple Rain y Raspberry Beret, y no el estéril artista que luego se llamó «el artista antes conocido como Prince».

Cuando llegó Prince en 1990, el atasco del Pasaje ya estaba allí. Es un embotellamiento perpetuo que nos inventamos porque, en realidad, no tenemos intención de cruzar el puente. El coruñés de toda la vida pide de boquilla mucho AVE, mucho aeropuerto, mucha estación intermodal, mucho puerto exterior y mucha autovía, pero no porque se quiera ir a ninguna otra parte. Qué va. Como mucho, quiere tener a mano todo ese arsenal de infraestructuras para poder volver cuanto antes a la ciudad en caso de que por algún error u omisión haya caído más allá del Pasaje.

Aunque además del placer casi sexual del regreso, hay otro motivo glorioso para cruzar al atardecer esa línea Maginot del Pasaje: acercarse al castillo de Santa Cruz y contemplar la ciudad desde el islote de doña Emilia. Y acariciar la silueta de A Coruña acostada a nuestros pies.