Ares, testigo de las navegaciones de antaño

FERROL

La villa, situada frente al Mar de los Ártabros, guarda viva la memoria de las majestuosas naves imperiales de Roma, pero también el recuerdo de los barcos vikingos, que ante sus costas acabaron derrotados

28 abr 2010 . Actualizado a las 14:42 h.

La villa de Ares es como los árboles que hunden sus raíces en los siglos pasados: cautivadora todo el año. Y eso es así, basta con acercarse hasta ella para comprobarlo, con independencia de que el sol luzca en lo alto del firmamento o de que el cielo esté nublado. El Ares del estío, en el que suenan mil músicas diferentes mientras al llegar la noche las constelaciones todas -y por supuesto la Vía Láctea, que indica el Camino de Santiago aunque los antiguos la confundiesen con la leche que una diosa había derramado- hacen que sus estrellas brillen en silencio, posee el encanto que muy bien conocen todos cuantos aman el verano. Pero uno no puede dejar de acordarse del Ares del otoño, que reinventa los colores; ni del del invierno, en el que buena parte del día reina el silencio, como si de una villa episcopal y catedralicia se tratase. Y menos todavía del de la primavera, en el que a veces se da la circunstancia de que estando ya todo aquello con los flores perfumando el aire, las nubes dejan caer unas cuantas gotas de agua mansa. Un agua que casi no moja a los seres de carne y hueso, pero que tiene la virtud, como si de una bendición se tratase -y a lo mejor hasta de eso se trata: de una bendición, si nos paramos un momento a pensarlo-, de hacer que las plantas, y si cuadra también algunos de los seres por lo general invisibles, hablen a quienes quieren escuchar sus palabras.

En la ausencia del viento

Pongamos por caso que tú llegas a Ares una mañana de abril. Las nubes arropan el cielo, y llovizna un poco, caen de vez en cuando esas gotas de agua mansa de las que hablábamos. La playa está vacía, y la total ausencia de viento hace que el mar adquiera, como a veces se dice, la apariencia de un plato llano.

(Especialmente llano, vamos.)

Entre los pinos que crecen no muy lejos de la arena, paseas un instante. Un perro en miniatura surge de la nada, con la cabeza bien alta, imitando el paso de los caballos cartujanos; de repente se detiene, gira en redondo, y echa a correr en sentido contrario: se conoce que, desde algún lugar, y aunque nosotros no hayamos sentido que lo hacían, lo han llamado.

Elogio de las tranquilidades

Continúas con el paseo. Entonces te encuentras con Paco, que además de tu amigo es natural de Escandoi y uno de los más recientes vecinos de Ares. Y lo de reciente, permítasenos la licencia, viene no por «acabado de hacer», que es otra de las acepciones que le reconoce a la palabra el diccionario (ni tampoco por «nuevo», que él ya está prejubilado), sino por el escaso tiempo que él lleva en Ares, donde ha comprado una casa. Marino mercante en su juventud, antes de trabajar en Astano, Paco vivía lejos del mar, pero ha decidido trasladarse a orillas del Atlántico. «¡Aquí estou moi contento...!», te cuenta, entusiasmado, frente las mismas aguas de los legendarios ártabros que guardan el recuerdo de las naves de Roma, pero que también contemplaron la derrota de los barcos vikingos que en tiempos del rey primer Ramiro sufrieron en ellas una absoluta derrota. Una derrota... legendaria.