El fútbol ha premiado al modelo del Barcelona. El sublime partido ante el Real Madrid encumbra (aún más) a un estilo de juego que perdurará en la memoria. Era el clásico de los clásicos, el duelo de dos antagonistas que, cada uno a su manera, alcanzaban niveles de suma excelencia. Se esperaba un choque de trenes. Un duelo de gigantes de máxima intensidad y emociones desmesuradas. Quien más, quien menos, se imaginaba a un Madrid vigoroso enredando al Barça en la maraña táctica de Mourinho. No hubo maraña, no hubo táctica, no hubo ni Mourinho. Solo el Barça, el gran Barça de Xavi, Iniesta, Messi, Villa, Piqué... Un equipo celestial.
De principio a fin, la tropa de Guardiola trató al Madrid como no hace mucho había tratado al Almería. Ninguneó a los blancos como otras veces ha ninguneado a equipos del proletariado. Los mató con un rondo eterno, con tobillos mágicos que se doblan al antojo de sus dueños, escondiendo el balón en la pradera del Camp Nou y convirtiendo a estrellas como Cristiano Ronaldo en los parias de un espectáculo majestuoso para gloria del fútbol.
Fue un obra de arte coral; con solistas brillantes, pero un prodigio colectivo. Xavi inició la ejecución del Madrid, pero fueron once futbolistas los que convirtieron en un pelele al equipo de Mourinho. Al portugués no le quedó más remedio que reconocer la evidencia a la conclusión del partido. No hubo altanería. No hubo reparos. Solo unos ojos vidriosos que llevaban clavada la humillación a sangre y fuego. Lo peor que ha hecho el chico especial desde que llegó a España es pinchar cada semana a Guardiola y compañía. El luso ha demostrado que, efectivamente, es el mejor motivador. Lo malo para él es que consiguió espolear al mejor equipo del mundo, hoy por hoy el Barça.