Su mundo plagado de iconos populares ha terminado haciendo que sus pinturas no necesiten firma para ser identificadas
20 jul 2009 . Actualizado a las 12:07 h.Este pintor coruñés ha creado un universo artístico donde el Guernica se funde con la etiqueta del Colacao, los elefantes hacen equilibrios sobre cables de alta tensión y un banco de marraxos planea por el cielo de una ciudad poblada por saltarines skaters.
Allí las fuerzas de seguridad tienen cara de click, los rígidos muñequitos de Playmobil, y Supermán, con el inmortal semblante de Christopher Reeve, es un ángel alado. Es un universo donde todo parece cabal y todo, por desconcertante que pueda resultar una idea, encaja a la perfección gracias a su impactante plasticidad.
Es el universo Francesch, que tiene su origen bajo la poblada cabellera de Héctor, en la que, a pesar de su juventud, asoman ya unas cuantas canas: «Cada una refleja un disgusto», disculpa el artista.
«Cascarilleiro» por los cuatro costados, «de padre de la Ciudad Vieja y madre de As Xubias», es este último barrio el punto que elige Héctor Francesch como rincón favorito de la ciudad: «Aquí, en casa de mi abuela, pasaba aquellos interminables veranos cuando era niño. Con este entorno se aprovechaba mucho el tiempo. Una hora que salía el sol, te tirabas a por una lancha y a remar», recuerda al tiempo que lamenta el abandono que sufre su sitio de recreo estival: «Es una lástima que no se haya hecho aquí un paseo en condiciones. Es el barrio más olvidado de la ciudad», denuncia. Estos veranos marcarían su futuro: «Éramos muy pocos chavales, así que había que inventar, ser creativo a la fuerza».
Autodidacta
No es capaz de establecer un momento concreto en el que la vocación pictórica se despertase. Habla como si siempre hubiese estado ahí: «Es lo único que he hecho en mi vida. El único trabajo que he desempeñado. Así que a los veinte años me planteé empezar una nueva vida o continuar. Y seguí adelante», explica.
De formación básicamente autodidacta, tiene bien definido cual es su método de aprendizaje: «Se basa totalmente en el error. Muy empírico: equivocarse y volverlo a intentar hasta dar con lo que quieres». Una formación que no da, ni mucho menos, por concluida: «Si no tuviese nada que aprender estaría acabado». Eso sí, la técnica de la serigrafía la aprendió en el CIEC de Betanzos, donde terminó impartiendo clases, y para el que solo tiene palabras de elogio: «Aprendí muchísimo, pero es que además el ambiente es increíble. Tener un centro de este nivel tan cerca es un lujo del que no nos damos cuenta».
Bohemia de monasterio
Su inconfundible estilo es el fruto de una incesante búsqueda -«Fueron meses de sufrimiento buscando un lenguaje propio, algo con lo que me sintiese cómodo trabajando»-, aunque casi podría decirse que se considera más un narrador que un pintor: «Yo lo que soy es un buscador de imágenes que sean capaces de contar algo. Soy un pintor de laboratorio, de conceptos, no de estampitas».
Recientemente ha cambiado de estudio. El actual, un amplio espacio que recorre a bordo de un monopatín, se ubica en San Roque y allí pasa la mayor parte de su tiempo: «Todos los días llego por la mañana y salgo por la noche a dar una vuelta por el paseo marítimo en bici, una vieja Torrot que me costó 30 euros», explica Francesch echando por tierra el mito bohemio que acompaña al artista: «La vida que llevo es casi monacal. Es que, como buen autónomo, si no trabajo me siento mal. Si te levantas cada día a las ocho de la tarde es que eres un irresponsable y que, además, te sobra la pasta».
En cuestión de días está previsto que venga a este mundo su obra maestra. Se llamará Alicia, y su padre ya se ha encargado de crearle un país de las maravillas lleno de color en el que los burros vuelan, los policías son clicks y hay sugus por todas partes.