CINELANDIAS ‘Mulholland Drive’: la atmósfera de una aberración sexual reprimida

Con Mulholland Drive (2001), el onírico y desquiciado universo de David Lynch (n. 1946) alcanza su apogeo, en una suerte de gloriosa combustión, para inmediatamente ingresar en pasadizos de sombra de los que ya nunca ha retornado. Resulta interesante seguir el hilo a la filmografía lynchiana, sostenida sobre una tensión entre contrarios durante muchos años: como si Lynch, para contener o controlar los demonios oscuros que asoman en películas tan tortuosas como Cabeza borradora, Terciopelo azul o Carretera perdida necesitase el contrapeso periódico de películas de factura más clásica o aquietada, como El hombre elefante o Una historia verdadera; y como si, al romperse ese juego, su mundo interior hubiese entrado en una suerte de acelerada putrescencia, sin más destino que la inanidad o el abismo. Así le ha ocurrido a Lynch después de Mulholland Drive, que ya sólo ha rodado un largometraje (el árido y asfixiante Inland Empire), para después languidecer en diversas empresas creativas de chichinabo.

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