«Nunca entendí a los profesores coladera; son un engaño a la sociedad»

VIGO

Uno de los catedráticos más recordados del Santa Irene, estuvo a punto de no poder ejercer por carecer de certificado de adhesión al «glorioso movimiento nacional»

03 may 2010 . Actualizado a las 12:00 h.

Gracias a él, miles de vigueses aprendieron a amar las Matemáticas. No es menos cierto que otros tantos miles terminaron odiándolas. Y es que las clases de Rufo Pérez no dejaban indiferentes a sus alumnos. Exigente -«nunca entendí la filosofía de los profesores coladera. Son un engaño a la sociedad», dice- como buen defensor de la cultura del esfuerzo, rechaza haber sido tan duro como reza la fama que le persigue: «Los que realmente trabajaban no tenían problemas para aprobar, muchos de ellos con nota», recuerda. Añade que su porcentaje de aprobados rondaba el 50 por ciento. La mayoría de la vida profesional de Rufo Pérez estuvo ligada a la enseñanza. 45 años se pasó en las aulas. Primero en las de un instituto de Ponferrada y a continuación en las del Santa Irene que, ironías del destino, terminaría compaginando con las de las escuelas de Peritos y de Comercio. Lo de las ironías viene a cuento de que fueron los mismos que un día intentaron apartarle de la enseñanza aduciendo su desafección al régimen de Franco -«carece del certificado de adhesión al glorioso movimiento nacional se especificaba en los boletines oficiales del Estado en los que figuraba mi nombre»-, los que terminaron pidiéndole que aceptara el puesto en Peritos. «Anduvieron por toda Galicia buscando un titulado de Matemáticas pero no lo encontraron», asegura. Escuchando a Rufo Pérez hacer un somero repaso de su vida, queda claro que estuvo irreparablemente marcada por la Guerra Civil. «Nací en 1915, así es que me tocaba ir a la mili en el 36». El estallido de la «cochina contienda» trastocó por completo los planes del joven estudiante, nacido la parroquia de Freixeiro en el seno de una familia numerosa. Ese fatídico verano entraba en el cuartel de Ferrol para cumplir las milicias. Cuenta que fue en la ciudad departamental donde empezó a gestarse la gran mentira sobre su vida. «Yo era un pobre diablo que no entendía por qué algunos compañeros me insultaban y me llamaban enchufado. Todo porque los universitarios teníamos derecho de pernocta y algún tiempo libre para estudiar. El servicio de información militar empezó a inventar una historia que fue creciendo cual bola de nieve y de la que terminé enterándome en el frente de Aragón, al que me destinaron», explica. Añade que fue muy duro combatir contra los suyos. «Nadie sabía de mis ideas». No se atreve a verbalizar lo que le habría ocurrido de haberse sabido y, sobre todo, de no haber hablado italiano. Gracias a eso fue convocado para sumarse a la unidad que Mussolini tenía destacada en Medina del Campo. «Como era extranjero el trato era exquisito. Mientras estuve allí incluso impartí clases de balística a soldados del ejército de Franco. Un día vinieron a por mí, pero el mando italiano no lo permitió», relata. Cuando remató la guerra fue advertido de que no podría ejercer la enseñanza. El primer trabajo que tuvo cuando regresó a Vigo (obligado y sin remunerar) fue cavar un día a la semana en Peinador para construir el aeropuerto. «Si se pagaba el equivalente a un jornal se estaba exento de ir, pero yo me negué a pagar. Mi padre no entendía mi actitud», afirma. Un antiguo compañero de facultad, por entonces con cargo en el Banco de España, le facilitó su primer trabajo como profesor en Ponferrada, población que dejó un curso después para incorporarse a la nómina del Santa Irene. «Le recordé a Enrique López Niño, entonces director, que estaba sancionado. Me dijo que no me preocupara que su cuñado era subsecretario». Así pudo saltarse Rufo Pérez las amenazas franquistas. Pocos años después (finales de los 40) tendría que volver a hacer la Administración del momento la vista gorda cuando no tuvo más remedio que contratarle para la Escuela de Peritos. Aún vendrían una tercera vez a pedirle, por favor, que impartiese clases, en este caso en Comercio. «Esto es el acabose pensé. Dije que sí sólo para castigarles». Al margen de otras cuestiones, el castigo consistía en que, a pesar de los pesares, terminó haciendo lo que le gustaba: enseñar.