Cinco años melancólicos

La Voz

VIGO

30 dic 2007 . Actualizado a las 02:00 h.

El martes comenzará el mes en el que se cumple el quinto aniversario de la ejecución política de Pepe Cuíña. Fraga ofició de verdugo forzoso, y Aznar y Rajoy de redactores de la sentencia condenatoria, refrendada por los entonces conselleiros Orza y López Veiga, o por Palmou. Desde aquel mes de enero del 2003, Cuíña caminó herido por la melancolía.

La versión oficial de la conspiración fue la siguiente: Cuíña se había visto forzado a dimitir a las cinco de la tarde del 16 de enero al difundirse la noticia de que una empresa familiar había vendido a otra trajes de agua y palas de obra por unos 40.000 euros, que esta a su vez vendió a la sociedad pública Tragsa, encargada de la limpieza de las playas ennegrecidas. La acusación filtrada desde el Gobierno era una trapallada, pero la dimensión de sus consecuencias políticas estaba decidida de antemano. Al hombre más carismático que tenía Fraga a su alrededor se lo iban a merendar, porque la ambición y ese temperamento pasional tan suyo asustaban en Madrid.

Intuitivo él, empezó el año 2003 intranquilo. Se sentía acosado. Fraga lo había sondeado con ofertas para la remodelación de Gobierno que iba a acometer en enero, obligado ante la mayor crisis de todos sus mandatos: el Prestige y la percepción de desamparo que provocó en la inmensa mayoría de los gallegos. Cuíña notaba que había perdido empatía e influencia; que ya no manejaba los hilos. No estaban enredados, simplemente ya los movían otros.

El Gobierno central de Aznar y sus aliados en la Xunta entendieron que Cuíña estaba valiéndose de la crisis -cuya gestión coordinaba Mariano Rajoy- para dar un golpe de mano y salir investido heredero del posfraguismo. El de Lalín, además, no era el modelo de representante autonómico que deseaba Aznar en su concepción centrípeta y uniforme del PP en España. El simbolismo galleguista y la autonomía de Cuíña le resultaban incómodos y hoscos.

Las pugnas sucesorias e ideológicas no fueron los dos únicos desencadenantes del derribo. El conselleiro de Obras Públicas, líder del tridente formado con Cacharro y Baltar, también sentía a Galicia desamparada; y al PPdeG lo veía rompiendo amarras con la que había sido su mayoría social, por la actitud del Estado en una catástrofe que intentó encubrir, primero, y minusvalorar, después.

En el Consello de la Xunta extraordinario convocado para el mismo domingo que la primera y más sincera manifestación de Nunca Máis (el 1 de diciembre), Cuíña se enfrentó a la mayoría de los que estaban en la mesa. Criticó la gestión de la marea negra de los ministros de Aznar y pidió para la Xunta otro papel que el de Administración subordinada a las instrucciones que salían del gabinete constituido en la Delegación del Gobierno. Se equivocó, porque midió mal sus fuerzas y las consecuencias de su temperamento. Así pues, su caída del delfinato y de la Xunta quedó atada durante las Navidades. La venta de las palas y su posterior filtración fue solo una coartada premeditada para empujarlo.

En justicia con la verdad y la persona, la versión oficial de los conspiradores cayó en el olvido y se impuso en la memoria una más verídica con unos hechos de clásico canibalismo político, tras los cuales el PPdeG no volvió a ser el mismo -perdió la mayoría absoluta- y Cuíña tampoco. Entristeció, porque tenía un único sueño que se le rompió justo cuando lo apalpaba. Se le quedó una mirada nostálgica, como la que se le puso por un instante a muchos miles de gallegos cuando el viernes supieron de la noticia de su muerte. Acaba de irse y ya se le añora. Era Cuíña, Pepe Cuíña.