Chillidos y sangre entre la niebla

J. Casanova

LUGO CIUDAD

La muerte del cerdo con dolor, aunque expresamente prohibida, es todavía una práctica habitual en numerosos puntos de la geografía gallega

02 dic 2007 . Actualizado a las 02:00 h.

Es viernes, estamos en una aldea de Sober (Lugo) y hace un frío que pela. Hoy nadie ha visto el sol por aquí porque la niebla lo cubre todo: hace un día perfecto para matar. En el patio de la casa donde nos encontramos se juntan cuatro hombres y tres mujeres, más los dos periodistas que asistimos a un acto que, si no clandestino sí prohibido, a partir del día 8 estará literalmente fuera de la ley, ya que los dos cerdos que pululan por la cochiquera morirán con dolor. Desde el sábado, una matanza como la que nos espera estará sujeta a una multa máxima de 600 euros por ser la primera vez.

Uno de los presentes es el matachín. Ya quedan pocos por la zona y, aunque el hombre dice que ha venido a hacer un favor y no admite sobre su conciencia más que una docena de cerdos para esta agitada semana de matanzas, no parece en absoluto un amateur. Primera operación: llevar al marrano hasta el banco. El matachín coloca un lazo sobre el morro del animal y este, que ha vivido durante nueve meses como un general, intuye la que le espera y empieza el concierto de chillidos que taladran los tímpanos de cualquiera. Es la banda sonora de la matanza tradicional. O lo era hasta que llegó la obligación del aturdimiento previo, al que esta tarde no asistiremos aquí.

Entre los hombres arrastran al bicho hasta el banco (un avance fundamental que sustituyó al carro del país como cadalso), donde unos cintos lo prenderán para siempre respetando la morfología de lacones y jamones. El estruendo de los chillidos sube en intensidad cuando el ingenio gira 45 grados y deja al cerdo en posición de ser ejecutado. El matachín marca con la punta del cuchillo el punto bueno en la garganta y lo clava hasta el fondo.

Puñalada fallida

El chillido del cerdo desgarra la niebla, pero la puñalada ha sido fallida y la sangre sale escasamente y mal. En los veinte minutos siguientes asistiremos a un espectáculo dramático: «Acerteille mal», dice el matachín, que persevera en la cuchillada. Al segundo golpe la sangre mana ya con intensidad y cae en el balde que una mujer revuelve para evitar que el líquido se coagule. Pero el cerdo aún está lejos de morir: «Se non acertas á primeira, logo o coitelo vai sempre ao mesmo sitio», sigue el ejecutor antes de que el bicho, inopinadamente, reviva y empiece a revolverse sobre el banco. «Vai pola escopeta», bromea uno de los presentes.

Finalmente el puerco, aún vivo pero incapaz ya de hacer otra cosa que mover levemente las patas, cae del banco al cemento, donde el soplete comienza su trabajo de afeitado. Mientras unos lo pelan, el resto va a sacar al otro cerdo de la cuadra para darle pasaporte. Nueva expansión pulmonar del animal hasta amarrarlo al banco. Esta vez el matachín apunta mejor y el mal trago acaba en un momento: golpe certero, torrente de sangre al balde y el gocho estira la pata.

Mientras se pelan los cerdos, deslizo el argumento de que un cerdo que no lucha y que muere sin dolor ofrece mejor carne e incluso más sangre. El dueño de los animales, que pesarán juntos algo más de 300 kilos una vez limpios, nos da la razón: «Era mellor que non sufrisen», asegura. Que se lo digan al primero que ha pasado esta tarde a mejor vida.

Con los puercos bien muertos, y entre la animada conversación que reúne a los tres matrimonios amigos alrededor de la liturgia de la matanza, aparece el vino. Comenzamos antes de las tres para aprovechar lo exiguo de esta tarde de noviembre y ya es hora de tomar un vaso. Poco a poco, los animales quedan pelados y limpios con utensilios que hablan de la afilada imaginación rural. Entonces, el matachín abre la parte baja de las patas traseras para enganchar al animal e izarlo con unas poleas antes de abrirlo en canal e ir depositando en las baldetas lo que va saliendo de su orondo vientre. Todo, menos la vejiga y la vesícula, se recoge.

Días contados

Las mujeres empiezan entonces a separar y limpiar las tripas completando una coreografía en la que todo el mundo sabe qué tiene que hacer sin que se lo digan porque lo han hecho toda su vida. Aquí serán los últimos. Los hijos del dueño de la casa llegarán con sus nietos esa noche desde sus domicilios urbanos, alejados de la casa paterna, para celebrar la gran cena (caldo, lacón, pulpo con cachelos y filloas) y las comidas del día siguiente (frebas y estofado de huesos con patatas). Así se cierra una ceremonia social inalterada durante décadas, que vivirá mientras la casa viva pero que, tanto en este caso como en otros muchos en toda Galicia, no tendrá relevo.

La tradición, a cuchillo o a pistola, aún goza de buena salud, pero sin duda tiene los días contados.