Va el que firma subiendo en bicicleta por Caldeirería y una señora a que está a diez metros se gira gritando que por allí no se puede ir sobre dos ruedas. De verdad, intenta descifrar el mensaje e incluso razonar con la mujer, pero no puede porque hay un grupo de italianos delante que frenan en seco y se paran ante un escaparate. En medio segundo, hay que esquivarlos pasando por un espacio de dos metros de ancho. Pero justo en ese momento aparece un perro corriendo y un niño que salta desde una tienda. No queda más remedio: hay que frenar, bajarse de la bicicleta y retomar la marcha al llegar a la plaza de Cervantes. Y así, o parecido, cada día.
No es fácil usar la bici como medio de transporte en Santiago. El desmadrado volumen de tráfico que tiene esta ciudad, que apenas supera los 90.000 habitantes, hace que los usuarios habituales de bicicleta busquen rutas para circular lo menos posible por carretera, sobre todo si se puede pasar por el casco histórico. Es el problema de la bici: para los peatones el ciclista es un vehículo y para los vehículos es un peatón. Conclusión primera: unos y otros lo miran con mala cara. Conclusión segunda: uno llega a casa cada noche con la sensación de haber estado a puntito de morir atropellado por lo menos ocho veces ese día. Y habiéndose comido el bocinazo del camionero de turno.
No hace falta ser muy listo, ni hacer viajes por Europa, para ver que la bici no contamina, es más barata y, si me apuran, hasta más rápida. Tampoco hay que ser ni listo ni europeo para darse cuenta de que en Santiago no se ha hecho nada para fomentar el uso de la bici.