«El gallego sobrevive con humor a pesar de la bota del poder que tiene encima»

Antonio Nespereira

OURENSE

Este investigador dice que la retranca trata de no herir a los demás «y dejar indemne a quien la utiliza»

10 abr 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Precisa el diccionario que retranca es una correa ancha que sirve para frenar un carruaje o hacerlo retroceder. Más por esta esquina peninsular encaja mejor la acepción de «intención disimulada, oculta». Alberto Pascual Carballo (Maceda, 1945) tiene su particular definición, menos académica, pero más pegada al terreno que pisamos: «Es la forma de ironía que no hiere en exceso a los demás y que permite quedar indemne a quien la utiliza».

Alberto publicó recientemente un libro titulado Humor Gráfico Galego, una pieza que profundiza en los inabarcables campos del ejercicio humorístico. Es su última creación, que suma a una decena de libros anteriores sobre variada temática, siempre indagando en la vertiente cultural o etnográfica gallega. La profundidad de alguna de sus reflexiones está ligada al aprendizaje que ha cultivado desde la niñez.

Ha cursado estudios de Filosofía y Teología, es licenciado en Filología Románica, abogado, ha sido director de la Escola de Artes y Oficios de la Diputación, hasta gerente del antiguo hospital provincial y, como señalamos, investigador.

Pero, volvamos al asunto del humor. Él cree que «humor y amor son vertientes de la misma cosa, es esencial en la vida». Aunque tiene más carga filosófica la apreciación de que «el gallego sobrevive con humor a pesar de la bota del poder que siempre ha tenido encima» y esa bota la calza lo mismo «un cacique, que un cura, un alcalde o cualquier otra persona que tenga poder».

Tópicos

Sobre este última opinión, Alberto advierte recursos humorísticos del gallego muy particulares, «porque el gallego no quiere herir, tiene sentimientos, pero también es muy cabrón porque en muchas ocasiones piensa: 'procura no caerte del burro, porque sino te tiro'».

La imagen proyecta aún un gallego de pendello , de zocas y pucha calada hasta las cejas. Hay algunos tópicos pero, como señala Alberto, «el ámbito urbano es anónimo, no hay esa riqueza de personalidades, es común, es heterogéneo, casi nadie se identifica con él».

Para llegar a tales conclusiones hay que conocer muy bien esas idiosincrasias, bien porque se han estudiado, bien porque el ejercicio profesional te vincula a esas particularidades. Pascual Carballo ejerce como abogado, qué mejor escuela para conocer las grandezas o las miserias humanas.

Cuando habla del Estado de Derecho aparece más enjuto, incluso cargado de hombros, mostrando pesadumbre porque «el Derecho es un mundo de tensión, crees que las sociedades cultas tienen unos valores y en realidad ves la triste historia que consiste en comerse los unos a los otros». Y apostilla: «Los pastores que tienen que conducir a la sociedad son los lobos».

Escéptico sobre lo que rodea al mundo de las togas, sentencia con desdén que «la aplicación del Derecho está a veces manipulada, tergiversada y llegas a sentir mucha frustración». Vamos, que se hace bueno el aserto gitano de que «tengas pleitos y los ganes».

Otros caminos

Alberto Pascual, como va quedando demostrado, es un hombre polifacético, que ha incubado huevos en varias cestas. Nació en Maceda hace 65 años y quizá estuviese predestinado a ir al colegio de Os Milagros, gestionado por los Paúles. Por lo tanto, la enseñanza religiosa se impregnó en los poros de su piel, a su pesar, como se verá pronto.

«Me metieron allí», dice con cierto lamento, «y mi destino estaba dirigido a echar misas y bendiciones». Pudo «escapar a tiempo» porque allí encontró entre sotanas «no una familia, sino individuos, aislamiento y desinterés por los demás».

Con todo, el camino hacia el estudio iba en la dirección sacerdotal, «pero llegó un momento en el que tienes que decidir si te ordenas o no te ordenas y decidí no hacerlo». Los curas pensaron que era «un capricho» y creyeron que se vacunaría con una estancia de un año dando clase en el colegio que la orden tenía en la villa pontevedresa de Marín, «pero me vi allí con mi americana azul y mi pantalón que ya no sé de que color era dando clase en un ambiente que no me decía nada y supe que no era lo mío».

Después de varios giros a la noria vital recala como funcionario en la Diputación. Tampoco allí lo tuvo fácil porque a pesar de haber ganado la oposición tuvo que presentar un contencioso para que le reconocieran sus derechos. Con David Ferrer en la presidencia de la institución se hace cargo de la Escuela de Artes y Oficios. Cuando asumió la dirección del centro, se encargó de enderezar sus cimientos y llevaba en ello diez años «hasta que me echó Victorino Núñez». Vaya. Otra vez a los pasillos. Pero no en vano. En su currículum está también haber sido gestor del hospital provincial.

Un día llegó Baltar y le dijo que volviese a la Escuela. Ahora ya se jubiló de su puesto de funcionario. Él se fue y Baltar aún sigue.