El universo personal de Leopoldo Nóvoa

Mercedes Rozas

CULTURA

El pintor expone en Vigo su última obra y sigue trabajando a sus 91 años en su taller de Armenteira, en O Salnés

09 jun 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Leopoldo Nóvoa lleva años repartiendo su tiempo entre Francia y Galicia. Desde mediados de los sesenta, cuando dejó Uruguay, país al que había marchado en la Guerra Civil española, pasa siempre los inviernos en París. En la capital francesa vivió en 1973 el amargo trago de perder gran parte de su producción en un incendio; de aquellos restos recogió cuantas cenizas pudo y se trasladó con ellas al taller de Nogent sur Marne, donde reside desde entonces, para integrarlas definitivamente a su obra.

A su taller de Armenteira llega cuando los días son más largos y el tiempo comienza a ser más benévolo. Lleno de mesas atiborradas de pinceles, botes y tubos, de cenizas todavía candentes, pigmentos de todos los colores, en especial blancos, negros y rojos, y de creaciones acabadas y otras por rematar, recibe la claridad que necesita para crear. El artista trabaja todas las mañanas en un desorden ordenado, en ese mismo azar dominado que también gusta para su pintura; con razón afirmaba Ramiro Fonte que a Leopoldo Nóvoa había «que comprenderlo desde su estudio». Por las tardes, se deleita con pequeños paseos por los mismos lugares en los que hace siglos se perdió san Ero, al que el pintor recordó en un cuadro allá por los cincuenta, cuando ya el discurso figurativo estaba a punto de abandonar su plástica.

Con ayuda de un asistente de confianza, continúa día a día creando piezas, fabricando nuevos sueños habitados de materia, enredados por «los piolines» admirados por Cortázar, adhiriendo cristalitos, alambres y pequeñas piedras a la superficie o abriendo en ella minúsculas ventanas hacia el interior de la propia obra, como si quisiese meter toda la luz que entra por el gran ventanal, abierto al sereno y verde paisaje de O Salnés.

Ahora, cumplidos ya los 91 años, se concentra en piezas de mediano y pequeño formato, como las que ahora expone en la galería PM8 de Vigo, muestra en la que se condensan composiciones recientes realizadas en distintos procedimientos. Sobre tela o sobre papel, con pintura o grabado, de nuevo vuelven a manifestarse las inquietudes de un autor que ha logrado de un tiempo a esta parte que su obra sea cada vez más liviana, más ligera de equipaje.

Atrás quedan los corpulentos y resistentes detritus que utilizó en el mural del Cerro en Montevideo y en el parque de Santa Margarita, en A Coruña, o las esculturas en granito de más de diez toneladas con las que construyó Espacio Crómlech para San Domingos de Bonaval.

En estas últimas propuestas de Nóvoa es posible encontrar una cadencia similar a la literaria, con una musicalidad métrica que engarza gradaciones cromáticas de grises aplacados, fonemas plásticos sin afectaciones rebuscadas y relaciones semánticas que organizan los distintos elementos con una serenidad que parece haberse transmitido del frágil lirismo místico o de un breve verso oriental.

Reflejan el sosiego de quien ha hecho una larga travesía y no necesita más que una sencilla y estilizada caligrafía, trazos sueltos, pocos ingredientes materiales para trabajar y, sobre todo, mucho silencio, ese elemento indispensable que estampa su huella poética en cada soporte que el artista toca.