Permítanme, por favor, que hoy hable de la ley

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

26 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante las últimas semanas, con motivo del referendo ilegal celebrado en Cataluña, hemos oído sobre la ley, y el respeto que se le debe en democracia, cosas expresivas de una ideología extremadamente peligrosa: que las leyes -al parecer, solo una molestia con la que enredamos unos supuestos fundamentalistas del derecho-, son perfectamente prescindibles, pues su respeto resulta un elemento socialmente tangencial y poco relevante, que debe estar subordinado al superior interés de la política. Hasta tal punto ha llegado esta banalización de la ley que quienes creemos que su respeto es uno de los rasgos principales que distinguen a las sociedades civilizadas de las bárbaras, estamos obligados a proclamarlo en voz bien alta, no vaya a ser que la gente acabe por pensar, de buena fe, que quienes defendemos el imperio de la ley lo hacemos por deformación profesional.

Pues la verdad es que la ley moderna nace entre finales del siglo XVIII y principios del XIX como defensa de los desposeídos frente a los tiranos; y va convirtiéndose después, con el avance de la democratización, en el gran instrumento de lucha por la libertad y la igualdad. No hay un solo progreso histórico que no se haya visto reflejado en una ley, desde el sufragio universal a los derechos sociales y económicos, pasando por la libertad de prensa o la igualdad entre hombres y mujeres. Ni hay tampoco una sola época negra en la evolución humana (desde el estalinismo a los fascismos) que no se haya basado en el absoluto desprecio de la ley.

La ley es hoy el único medio de evitar que los que tienen menos poder, fuerza o inteligencia, puedan resistir, sin doblegarse, a los que tienen más de todo ello. La ley es la que nos permite perseguir la injusticia y los delitos y reparar a quien los sufre. La ley es la norma de convivencia que impide que la vida social sea una refriega de todos contra todos, en la que ganan siempre los más fuertes y pierden siempre los más débiles.

¿Se imaginan un lugar sin leyes o, lo que es igual, uno donde cada uno pueda decidir a su gusto cuando las respeta y cuando no? Es difícil de imaginar, pues toda nuestra vida gira en torno al respeto a la ley y a su consecuencia natural: la sanción que le llega antes o después a quien la viola.

Por eso, lo ocurrido en Cataluña resulta extremadamente grave para el Estado de Derecho: no solo porque allí se ha producido una violación flagrante de la las leyes, más grave aún por el hecho de proceder no de un particular sino de altas autoridades del Estado, sino porque se ha proclamado un principio desconocido en España, de 1977 para acá: que cuando la ley es un atranco para la hipotética voluntad del pueblo, la ley no vale nada. No es cosa nueva: la idea la han compartido desde hace dos siglos todos los dictadores del planeta.