El coste para España de los nacionalismos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

17 oct 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Se imaginan ustedes qué habría pasado en España, desde 1977 para acá, si los nacionalismos regionales, en sus diferentes manifestaciones, no hubieran existido? Pensar en ello, lo que por algún extraño motivo no hace casi nadie, resulta, sin embargo, un ejercicio intelectual de gran utilidad, pues permite realizar un balance crítico sobre cual ha sido la contribución de esos nacionalismos a la construcción de la actual España democrática.

Sin nacionalismos nos habríamos evitado, desde luego, el inmenso dolor provocado por el nacionalsocialismo de ETA y sus secuaces: cientos de muertos, miles de heridos y exiliados y docenas de secuestrados, terrible origen de un inconmensurable sufrimiento durante casi medio siglo. Ya sé que habrá a quien no le guste oírlo, pero esa página estremecedora de nuestra historia colectiva debe ponerse en el trágico haber del nacionalismo violento con el que nos hemos visto forzados a malvivir hasta que logramos derrotarlo.

El nacionalismo democrático, que condenó a ETA en algunos casos con una sinceridad indiscutible y en otros con reservas repugnantes, no puede compararse, por supuesto, con el que tiraba de bomba y de pistola, pero ello no significa que su presencia no haya producido también altísimos costes, aunque de naturaleza muy distinta, para la España democrática. El PNV protagonizó hace unos años, con el apoyo de los representantes políticos de ETA, y a través del Plan Ibarretxe, una crisis constitucional de extraordinaria gravedad, que solo fue superada por la que ha planteado ahora el nacionalismo catalán. Si pudiésemos medir el gasto de energías políticas que todo ello ha supuesto para España, nos quedaríamos verdaderamente estupefactos.

Ha habido, en fin, otros nacionalistas minoritarios (entre ellos, los gallegos) que han actuado durante años como unos auténticos profesionales del error. El nacionalismo gallego de izquierdas, en sus diversas formulaciones, estuvo en contra de casi todos los instrumentos esenciales que permitieron avanzar a este país: desde la autopista («a navallada á nosa terra») a la entrada en la CEE, primero y más tarde en la UE, pasando por la Constitución y el Estatuto, que rechazó de forma radical.

Pero más allá de todo lo apuntado, el nacionalismo, todo él, ha impulsado y ayudado a consolidar la nefasta idea de que los humanos nos definimos no por nuestra común condición de ciudadanos de una democracia que ampara como un valor superior el pluralismo, sino por nuestra pertenencia territorial, como si ser gallego, andaluz, vasco, catalán o aragonés marcara la identidad de cada uno de un modo que cada uno no puede administrar con entera libertad. El nacionalismo ha pretendido y pretende devolvernos a la tribu mientras la democracia nos daba la posibilidad de abandonarla. Esa es la historia.