La indignación ciudadana

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

11 ene 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Si hay una escena dolorosa, es el abucheo a la reina Sofía en la presentación de la serie Vicente Ferrer. La llamo escena dolorosa, porque si hay alguien que se ha comportado con absoluta dignidad en medio de toda la crisis institucional ha sido ella. Pero ese es el estado de opinión, de cabreo, de la ciudadanía: ven por la calle a alguien con poder y no distinguen, la gente se lanza al insulto y a la bronca porque con alguien tienen que desahogarse y dar rienda suelta a su indignación. Lo mismo le ocurrió a Felipe González, que en un acto de presentación de su libro se vio asaltado por un ciudadano que se levantó y dijo lo que piensa gran parte de la sociedad: que hay políticos que se eternizan en sus poltronas, mientras tantas familias sufren la escasez.

Hay muchos antecedentes. Hemos visto los rotundos rechazos al ministro de Educación, las expresiones republicanas ante los príncipes de Asturias, el boicoteo de actos por la presencia de personalidades políticas? Alguna vez he contado cómo los diputados más conocidos no pueden salir a tomar un café porque siempre hay alguien que los asalta. Fuera de su despacho, su único refugio es el coche oficial. El último estudio sobre la juventud que ayer publicó este diario refleja la causa de tales estados de ánimo: esos jóvenes dispuestos a trabajar en lo que sea, donde sea y con el salario que sea culpan de su situación a toda la clase política y en concreto a los gobernantes. El pueblo que sufre y ve sufrir a sus vecinos necesita culpables. Y los ha encontrado: los gestores de la vida pública.

¿A alguien le extraña? Estos días venimos anotando la sensación de impunidad que rodea a los corruptos. Venimos apuntando cómo se extiende la impresión de que el Gobierno solo se preocupa de difundir su éxito en las grandes cifras, mientras se olvida de las angustias privadas. Se está produciendo un fenómeno de crecimiento de partidos minoritarios, solo porque no se les atribuye responsabilidad en la gobernación y para mucha gente se convierten en esperanza y se benefician del voto de castigo. Y lo peor: el agravio comparativo de las crecientes desigualdades de renta empieza a dar sus peligrosos frutos.

No me imagino un escenario más propicio para el estallido social. Pero tampoco me imagino un mayor peligro para la democracia. Se empieza por abuchear a los políticos, se pasa por odiarlos y se termina preguntando para qué sirven si, según las encuestas, o son el problema del país o los culpables de sus males. Y una vez que se hace esa pregunta, la siguiente es: para qué sirve la democracia.

De esos interrogantes surgen los extremismos y los salvadores de la patria. En nuestra azarosa historia ya nos ocurrió alguna vez.