Por su bien, dejemos ya al gallego en paz

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

22 sep 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

¿Por qué estando la lengua gallega más protegida, subvencionada y presente en la vida institucional de nuestra comunidad que nunca antes en la historia de Galicia sigue perdiendo hablantes de forma imparable y a gran velocidad? ¿Por qué, cuando llevamos más de treinta años enseñando gallego y en gallego en las escuelas y cuando, en consecuencia, el nivel de aptitud respecto a su manejo oral y escrito ha mejorado de forma exponencial entre cientos de miles de personas, baja y baja el número de jóvenes, y no tan jóvenes, que utilizan el gallego como lengua habitual?

Por encima de autos judiciales, encuestas y decretos y sobre todo por encima de intereses de grupo o de partido, ambas preguntas son las esenciales no solo para quienes hablan gallego en exclusiva, sino también para los que sentimos esa lengua como una de las nuestras.

Muchos, convencidos de vivir en un Estado (el español) que los agrede, no llegan siquiera a planteárselas, pues su obcecación sectaria les impide ver la realidad. Pero incluso gran parte de aquellos que, reconózcanlo o no, saben que esas preguntas expresan cuál es la auténtica cuestión, las despachan de la forma que más les interesa: el gallego pierde hablantes, dicen una y otra vez, porque en Galicia gobiernan sus enemigos, porque esos gobernantes lo persiguen con la intención de exterminarlo y porque, quienes podrían hacerlo, no adoptan las medidas necesarias para revertir su proceso de pérdida de hablantes.

Muchos de los que sostienen todas esas falsedades como si fueran evidencias saben, sin embargo, que no es así y que los gallegohablantes bajan no porque la Xunta los persiga sino a pesar de que la Xunta y, como ella, todas las instituciones de Galicia protegen de forma especial a una de las dos lenguas del país.

Y es que la batalla del gallego como lengua de uso habitual no se está perdiendo en las escuelas, sino en la relación de transmisión de padres a hijos, algo en lo que solo cabría intervenir institucionalmente desde una concepción autoritaria del poder incompatible con los principios democráticos más elementales. Ahí, y no en otro lugar, reside el auténtico problema.

Los nacionalistas y sus diversas terminales (mesas, asociaciones y demás) siguen empeñados, sin embargo, en que las cosas son como les gusta imaginárselas y por eso han decretado que el principal enemigo del gallego es un partido que votan libremente cientos de miles de personas que, por su edad, hablan solo esa lengua desde niños.

Tal empeño constituye un inmenso disparate, pero a sus autores les da igual: pues de lo que se trata, al fin, no es de favorecer al gallego sino de servirse de él para ganar espacio electoral. Lo que, lejos de ser bueno para la causa de la lengua, es devastador para ella, al convertirla en una causa de partido.